06/06/2017 Opinion

Esa película viscosa que envuelve a la Tierra

Investigador/a sénior

Francisco Lloret Maya

Catedrático de Ecología de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB) e investigador del CREAF.  Es miembro del Comité Ejecutivo de la European Ecological Federation, de la Socied
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La vida en la Tierra a duras penas ocupa parte de su superficie. Pero los organismos han sido capaces de transformar su clima durante millones de años. Ahora, los humanos parece que lo conseguiremos en un tiempo récord.

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Para Joan

Existe un famoso cuadro del pintor romántico Caspar David Friedrich en el que vemos a un hombre contemplando a sus pies un paisaje de montañas envueltas en una atmósfera neblinosa. En el perfil de las crestas apenas destacan unos árboles que nos indican el tapiz verde que recubre las rocas. El cuadro ilustra bien la dimensión en la que gea, biota y atmósfera interaccionan. Los paisajes montañosos permiten visualizar el contraste entre el tamaño de la Tierra, con su inmensa masa, y la biota, una amalgama de seres vivos que apenas ocupa la capa externa del planeta.

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El cuadro Der Wanderer über dem Nebelmeer (El caminante sobre el mar de niebla) del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich ilustra la relación entre la gea, la biota i la atmósfera.

Los expertos dicen que la vida surgió en los océanos cuando la Tierra apenas llevaba 500 millones años de vida, de los 4.500 millones que tiene en la actualidad. Desde entonces no ha desaparecido en ningún momento. Se ha ido extendiendo y diversificando con más o menos éxito por todos los resquicios. Se ha introducido hasta en el último rincón del medio líquido que rellena las oquedades de la litosfera. Incluso ha conseguido penetrar en la masa sólida del hielo y de las rocas hasta profundidades de varios kilómetros. Básicamente lo ha conseguido gracias a un comportamiento químico extraordinariamente dinámico, su metabolismo. Éste permite a la vida reproducirse en unidades discretas mientras se optimiza termodinámicamente un enrevesado entramado de reacciones químicas. Así persiste sin parar de cambiar, recordando al principio lampedusiano.

Pero si nos ponemos en el lugar del planeta, que en su inmensa mayor parte tiene una masa sólida de un diámetro de 12.742 km, en realidad la vida apenas ha arañado su superficie. Ha provocado que su corteza sólida se transforme químicamente y se erosione más rápido. También ha conseguido que la química de su capas externas gaseosa y líquida cambien, pero nada más. Estos cambios apenas afectan a menos de una millonésima parte de la masa de la Tierra y a la milésima parte de su diámetro. Pero no ha afectado para nada sus reacciones termonucleares internas ni los grandes movimientos de sus masas superficiales, los bloques continentales, controlados por grandes células convectivas de materiales que parecen sólidos, pero que son ligeramente fluidos bajo altas presiones y temperaturas. La vida tampoco ha intervenido para nada en cómo se mueve la Tierra por el espacio, que es lo que determina la radiación que le llega y los impactos que recibe de otros cuerpos celestes. Podríamos pensar que para la Tierra, la vida no es mas que una película viscosa que le ha salido en la superficie y que no encuentra manera de sacársela de encima. Aunque la Tierra cambie mientras envejece, retostada por el sol y perdiendo la fuerza de sus reacciones termonucleares internas, la vida se adapta rápido a esos cambios geológicos, que por fuerza son más lentos.

Después de contener nuestra euforia biocentrista, podemos fijarnos en aquellas partes de la Tierra que sí se han visto alteradas por esa película viva pegajosa, tan recurrida visualmente por las películas de ciencia ficción. Probablemente, su mayor proeza ha sido la transformación de la atmosfera gracias al oxígeno liberado en la fotosíntesis. Por eso la principal molécula implicada, la ribulosa-1,5-bisfosfato carboxilasa oxigenasa (RuBisCO) es seguramente el enzima más abundante de la Tierra.

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Algunos paisages volcánicos actuales sugieren lol que podría ser la superfície de la Tierra en sus orígenes, con una atmósfera reductora aún pot colonizar por la biota. Imagen de Wai-O-Tapu, una zona geotermal de Nueva Zelanda.

Esa transformación se hizo realmente efectiva hace unos 600 millones de años, cuando la concentración de oxígeno atmosférico alcanzó el 20% de la mezcla de gases atmosféricos —una valor parecido al actual, aunque mucho más bajo que el 35% que parece se alcanzó hace 300 millones de años, a finales del Carbonífero—. Pensemos que en sus inicios, la atmósfera prácticamente carecía de oxígeno. Luego la vida la ha oxigenado. Pero ha sido un proceso lento desde que la vida surgió a una edad relativamente temprana de la Tierra —es curioso pensar que el cristal más antiguo que se conoce fue contemporáneo de esos primeros seres vivos.

El oxígeno resultado de la fotosíntesis se había empezado a liberar unos 500 millones de años después del nacimiento de la Tierra, pero no alcanzó su plenitud en la atmosfera hasta 3.000 millones de años más tarde, cuando las unidades funcionales vivas —los organismos— alcanzaron cierto tamaño. Se habían hecho más eficientes y fueron capaces de asaltar el medio terrestre, en contacto directo con el oxígeno y con el CO2 atmosférico. Esta molécula es el gran proveedor de carbono, la pieza fundamental del “lego” que es la arquitectura molecular de la vida. El CO2, tan denostado hoy en día, había sido un inquilino bastante placentero y abundante de la atmosfera desde sus orígenes. Así y todo, su papel como bloqueador de la radiación que se escapaba de la Tierra ya había sido complementado por el metano, otra molécula con carbono, excedente de la actividad biológica anterior a la gran oxigenación. La vida empezó a usar masivamente el CO2 e hizo que acabara encajonado en los sedimentos, secuestrado en las rocas por millones de años (todo un arquetipo, revivido en el panteón de la Marvel). Ahora los humanos lo estamos liberando de la prisión litológica donde lo habían confinado nuestros antepasados biológicos. Pero lo hacemos compulsivamente, demasiado rápido para nuestros propios intereses.

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Aumento de las emisiones antropogénicas de CO2, sobre todo desde la segunda mitad del siglo XX. Fuente: CDIAC, Le Quéré et al. 2016, Gobal Carbon Budget 2016

Son conocidos los datos publicitados por el Global Carbon Project mostrando el continuo incremento de CO2 en la atmosfera desde mediados del siglo XX. Nos encontramos en niveles de concentración de CO2 de unos 400ppm (partes por millón). ¿Es eso mucho? La respuesta es rotundamente afirmativa. Se ha comprobado que la concentración de CO2 sigue fielmente la alternancia de temperaturas observadas durante las glaciaciones. En los periodos fríos los valores son de unos 200ppm mientras que en los periodos más cálidos entre glaciaciones suben a unos 280ppm. La razón última de la alternancia de periodos glaciales es la mayor o menor radiación solar que le llega a la Tierra de acuerdo a los cambios regulares que afectan a su órbita y a su rotación —como propuso Milankovitch en la década de 1920 y corroboraron estadísticamente Hays, Imbrie i Shackleton en 1976. El CO2 contribuye a retener en la Tierra esa radiación en un complejo juego de interacciones con la biota, con los procesos químicos que ocurren en los océanos y con el propio clima. Por tanto, nos encontramos muy por encima de los valores usuales incluso en periodos entre glaciaciones.

Algunos estudios recientes han calculado que con el CO2 atmosférico que ya tenemos acumulado lograremos retener suficiente radiación como para que la Tierra se ahorre al menos dos glaciaciones durante los próximos dos periodos de baja insolación, de aquí a cien mil años. Podría parecer algo positivo. Lástima que ninguno de nosotros lo podrá disfrutar, y que antes tengamos que experimentar tremendos problemas para climatizar la vida cotidiana de la población humana, asegurar su suministro de agua y retener la subida del nivel de mar, entre otras bagatelas. Curiosamente, esos estudios apuntan a que la actividad humana ya habría aumentado bastante la concentración de CO2 atmosférico antes de la revolución industrial como para ahorrarnos la próxima glaciación. ¿Cómo es posible?

En realidad los humanos contribuimos a aumentar el CO2 atmosférico no sólo con la combustión de carbón, derivados del petróleo y gas natural sino también impidiendo que la vegetación absorba el CO2 con la fotosíntesis. Talar los bosques y transformarlos en cultivos o eriales ha implicado disminuir la capacidad fotosintética de la biosfera y favorecer que el carbono acumulado en la vegetación se descomponga y retorne en forma de CO2 a la atmosfera. Se calcula que actualmente estos procesos representan el 9% del CO2 que no tendría que estar en al atmosfera pero que sí está allí. Esta reducción de la cubierta fotosintética se inició de forma significativa hace unos milenios y condujo a los 280 ppm de CO2 atmosférico que se estima había antes de la era industrial. La tendencia se aceleró durante la segunda mitad del siglo XX gracias a la capacidad tecnológica para transformar el paisaje. Vemos que con un sola acción, la destrucción de los bosques, además de destruir biodiversidad, somos capaces de alterar el clima de la Tierra. La buena noticia es que podemos revertir esta tendencia: en las regiones templadas los bosques se recuperan, mientras que en las tropicales su destrucción ya no se acelera tanto.

Muchas de estas cosas las hemos aprendido recientemente. El físico sueco Svante August Arrhenius ya describió el efecto invernadero de gases como el CO2 a finales del siglo XIX. No obstante, la dimensión global del fenómeno se hizo claramente visible con las famosas medidas anuales de CO2 realizadas desde 1956 en el observatorio de la isla hawaiana de Mauna Loa, lejos de cualquier fuente significativa de emisiones.

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Concentración de CO2 atmosférico en Mauna Loa (Hawái) desde mediados del siglo XX.

Desde entonces se ha desarrollado uno de los episodios más notables de la historia de la Ciencia. Los científicos realizaron sus cálculos, más o menos incipientes en un primer momento, extraordinariamente complejos y coordinados en la actualidad. Llegaron a una predicción que rompe esquemas: el clima global de la Tierra cambiará y se calentará como resultado de la acción humana. Hasta entonces el paradigma del clima estaba basado exclusivamente en las fuerzas de la naturaleza e incluso aún existían dudas sobre las causas de las glaciaciones. Los estudios se dedicaban en gran medida a interpretar los patrones climáticos regionales. De hecho, entre la comunidad científica todavía queda hoy un porcentaje pequeño —como mucho del 5%— de escépticos sobre el papel de la actividad humana en el cambio climático. Entonces había muchos más.

Para empezar no existían evidencias del calentamiento, sólo predicciones de un aumento de la temperatura a medio plazo que se basaban en datos experimentales de laboratorio y en cálculos que los extrapolaban a toda la Tierra. La predicción se ha cumplido, como demuestran los datos instrumentales. No era una profecía, sino una predicción basada en el conocimiento. Los científicos se organizaron y se hicieron oír. Podemos imaginar las resistencias, que por supuesto no han acabado todavía. Aunque los resultados para disminuir las emisiones de CO2 son claramente insatisfactorios, gracias a esas predicciones se ha ganado un tiempo precioso. Sin ese conocimiento nos encontraríamos actualmente con unas temperaturas que suben año tras año y lo atribuiríamos intuitiva o mágicamente a cualquier causa sin que pudiéramos revertir el fenómeno de forma efectiva. Fue un hito, una predicción científica —en la que ha participado una multitud de estudiosos— sobre una realidad que afecta a todo el planeta, o más bien a su capa más externa, a esa escasa millonésima de su masa.

Afirmar que la vida está íntimamente unida a la Tierra no sorprenderá a nadie, es una percepción arraigada en infinidad de culturas. Observar la transformación del paisaje causada por los humanos está al alcance de todos. Pero descubrir que los seres vivos han cambiado las propiedades físicas de la Tierra a una escala global, y que esa transformación es casi tan antigua como el planeta mismo no es nada obvio. Lo sabemos gracias al conocimiento científico. Algunos geólogos estiman que dos tercios de los 4.500 minerales conocidos son resultado indirecto de la actividad biológica ya que se formaron gracias al oxígeno liberado por seres vivos. Un estudio reciente señala la aparición de 208 minerales nuevos desde la aparición de los humanos. Con su idea de Gaia, Lovelock describió bien la íntima comunión entre el planeta y los seres vivos que alberga. Pero la soberbia no se nos debe subir a la cabeza. El planeta Tierra sigue su periplo cósmico ajeno a la película verde y pegajosa que lo envuelve. Difícilmente se la quitará de encima a pesar de lo que hagamos los humanos. Stephen Hawking afirma que el futuro de la humanidad está en otros planetas. Quizás tendríamos que pensarlo seriamente si comprobamos que los cambios que hemos introducido en el sistema climático de la Tierra están fuera de nuestro control. Visitar y conocer otros mundos puede ser todo un reto, pero no parece que sea menor que continuar manteniendo habitable la Tierra. Y ya sabemos que a los humanos nos gustan los retos, ¿no?