De flores, insectos y redes
La naturaleza establece relaciones entre especies y organismos formando una red muy compleja donde a menudo aparecen unos nodos más interconectados que otros, llamados 'hubs'. Pero también los humanos creamos este tipo de redes, como por ejemplo con los aeropuertos como nodos y los vuelos como conexiones.
Para Nacho y Marc.
Ya es invierno y los libros dicen que la vida se ralentiza. Las plantas detienen el crecimiento y la floración hasta la primavera. Pero la realidad intenta eludir los tópicos. Recuerdo cuando en la guardería de mi hijo adornaban la clase con motivos otoñales, y pedían materiales para personalizar la ornamentación. Esperaban hojas caducas de colores pardos o rojizos, frutos encarnados y piñas recogidas del suelo. Yo preparé un ramillete florido de romero y brezo de invierno. Vivíamos en Barcelona y en aquella época muestreaba regularmente en el macizo próximo de Garraf, recubierto por garrigas y pinedas bien mediterráneas. Allí se pueden encontrar flores en todas las estaciones del año. Tuve que insistir y explicar mi capricho al profesorado. Pusieron cara de conmiseración, pero era una escuela en la que se valoraba mucho la implicación de los padres y madres y finalmente mi ramillete participó en la exposición. Es curioso como arraigan los tópicos en la sociedad y lo que cuesta abrir los ojos y la mente, incluso a la realidad física más evidente que nos rodea. No obstante, unos años después las flores de romero se habían incorporado al paisaje otoñal escolar.
Si hay flores en invierno, es por alguna razón. De hecho, en las regiones mediterráneas las temperaturas otoñales e invernales no suelen ser rigurosamente frías. Existen insectos que son capaces de mantener su actividad en ese periodo. Algunos polinizan las flores de las pocas especies que han optado por seguir invirtiendo en reproducirse. Estas flores compiten por atraer a los polinizadores. Aprovechar momentos con pocos insectos puede ser una ventaja. En uno de los estudios que hacíamos en Garraf, Marc Santandreu había observado que conforme avanzaba el invierno y disminuía el número de flores de brezo, las semillas que cuajaban en cada flor aumentaban, a pesar de que las visitas de los polinizadores habían disminuido. Diríamos que estas visitas se habían vuelto genéticamente más eficientes ya que la unidad genética de reproducción de los vegetales se encuentra en los órganos florales. La dotación genética de los órganos femeninos y masculinos varía entre las diferentes flores de una misma planta. El intercambio de genes se produce en dentro de las estructuras florales.
No podemos entender la vistosidad y el aroma de las flores —y el goce estético y emocional que nos produce su contemplación— sin la existencia de los insectos polinizadores. Los linajes de las plantas encontraron la manera de incrementar su diversidad genética cruzando los gametos mediante esos transportistas —hoy hablaríamos de mensajería— que son los insectos. Para conseguirlo sólo tuvieron que transformar las hojas —pétalos, sépalos, estambres, carpelos— que rodean óvulos y granos de polen para hacerlas más reconocibles a los insectos, a la vez que les recompensaban con alimento —el néctar—. A su vez, los insectos se especializaron en las diferentes morfologías florales. Sacaron partido a su ciclo biológico, compartimentado en varios estadios. Los adultos suelen ser claramente diferentes de las larvas tanto en su morfología —las larvas a menudo tienen una forma vermicular, de gusano— como en su estilo de vida y en su alimentación. En una misma especie de mariposa, mientras que el adulto visita y poliniza las flores, las larvas ramonean las hojas de otras especies vegetales. De hecho, podríamos contemplar a las mariposas adultas, con su corta vida, como simples proveedores de diversidad genética a unos linajes de larvas que apenas superan la edad infantil, pero que son mayoritarias por su número y capacidad de movilizar energía en la red trófica.
Curiosamente, en el mundo vegetal, los proveedores de diversidad genética son la miríada de flores que crecen sobre un número más pequeño de plantas, las cuales a su vez son las grandes movilizadoras de la energía solar en los ecosistemas terrestres. El resultado es que la interacción entre flores e insectos polinizadores —aunque también otros animales son capaces de polinizar, como nos mostró Anna Travesset con las lagartijas baleáricas— ha sido uno de los grandes motores de intercambio genético en estos ecosistemas. Hay que reconocer su éxito: ha sido la causa de una parte muy importante de la biodiversidad terrestre. No podemos entender la explosión de flores de prados y humedales, matorrales y bosques, ni la de mariposas, abejas y abejorros y muchos otros insectos sin esa interacción.
Pero las relaciones entre las flores y sus polinizadores son realmente complejas, mucho más que el sencillo ejemplo del brezo. No sólo han promovido la biodiversidad, sino que también han atraído el interés de los biólogos y biólogas que buscan reglas en el entramado de las interacciones entre los seres vivos. ¿Cuántas especies de insectos polinizan una especie determinada de planta? ¿Cuántos tipos de flores diferentes utiliza una determinada especie de insecto? Podemos construir representaciones de ese entramado y existen formulaciones matemáticas que los estudian con la llamada “teoría de grafos”.
Aparte el efecto visual de su representación, probablemente una de las cosas más sorprendente es encontrar ciertas regularidades que se repiten en estas redes independientemente del contexto geográfico o del tipo de objetos interrelacionados, —aunque no se trate de entidades propiamente biológicas—. Como punto de partida, podríamos pensar en redes en las que sus elementos —nodos— se conecten al azar. Se trataría de un sistema poco organizado, escasamente predecible, y que no se aviene a nuestra experiencia cotidiana. Nosotros no construimos nuestra red de relaciones personales basándonos en continuos encuentros fortuitos. En realidad, tendemos a relacionarnos con un número limitado de personas, aquellas que tenemos más próximas. Se trataría de una estructura de red en la que necesitamos muchos pasos intermedios para acceder a alguien que esté geográfica o socialmente distante. Lo cierto es que ocasionalmente establecemos relación directa con alguien distante. Antiguamente, se utilizaba la correspondencia o los viajes ocasionales. La incorporación de unas cuantas conexiones a elementos lejanos, aunque sea aleatoria, disminuye enormemente los pasos necesarios para acceder a cualquier nodo de la red, dando origen a lo que se llama red de “mundo pequeño”. Una de esas reglas sorprendentes de las redes indica que seis es el número mágico aproximado de pasos que permite llegar a cualquier punto en grandes redes como las que generan las sociedades humanas.
Si el hecho de establecer conexión implica algún beneficio, se tenderá a favorecer las conexiones con aquellos nodos que sirven de enlace entre partes distantes de la red, sin que sea necesario que cada nodo invierta en muchas conexiones a larga distancia. Como resultado tendremos que la red se estructura en base a unos nodos muy conectados, como los aeropuertos ‘hubs’ del transporte aeronáutico. Por tanto, tendremos unos pocos nodos con muchos enlaces y numerosos nodos con un número reducido de conexiones. Curiosamente, es el mismo patrón que encontramos en la diversidad biológica, con pocas especies con muchísimos individuos y numerosas especies con pocos individuos.
Volviendo a la red de polinizadores, podemos reconocer la existencia de especies generalistas (con muchas conexiones, es decir visitas a muchas flores distintas) y especialistas (con pocas conexiones, es decir que prefieren un muy pocos tipos de flores). En general, se observa que los insectos polinizadores especialistas visitan especies de plantas que también son visitadas por los insectos generalistas. Es decir, los insectos especialistas tienden a establecer relación con flores generalistas. Lo mismo pasa con las plantas especialistas, las cuales tienden a ser polinizadas por insectos generalistas. A este fenómeno se le llama encajamiento o anidamiento —nestedness— y parece que ayuda a hacer más robusta la red. Es decir, los insectos especialistas, que serían más vulnerables, dependen de especies de plantas fiables, que a su vez son menos dependientes de las visitas de unos pocos polinizadores. O dicho de forma más realista, la relación entre polinizadores especialistas y plantas especialistas tiende a desaparecer porque cuando uno de ellos falla, el otro no puede persistir.
El interés por comprender el funcionamiento de estas redes trasciende el mundo de la historia natural, cuando vemos que sus leyes son las mismas que rigen las redes sociales de comunicación o de intercambios económicos. El advenimiento de los ordenadores y el acceso remoto con escasas restricciones a otros equipos ha revalorizado el estudio de las redes y sus propiedades, que ya habían abordado los matemáticos. Uno de las particularidades de la web es que las conexiones a larga distancia tienen coste casi cero. Lo que a primera vista podría parecer una ventaja, también representa una pérdida de estructura, y por tanto de eficiencia, a pesar de las ventajas de un acceso entre pares más igualitario. Parece que necesitamos de los intermediarios —los hubs que estructuran y jerarquizan las conexiones de la red—.
No por casualidad, el propio sistema se ha ido estructurando a partir de buscadores que canalizan una gran parte de esas conexiones. Su éxito se basa en la fuerza bruta de unos algoritmos que analizan la frecuencia de conexiones, retroalimentando futuros enlaces. En esencia es el mecanismo que veíamos que favorecía la aparición de “hubs”. Así y todo, los motivos para establecer conexiones son muchísimos y el listado de resultados generado por un buscador acaba siendo poco útil. Acabamos usando filtros temáticos, o bien el propio buscador lo decide por nosotros y nos sitúa en primer término aquellos temas que son más frecuentemente buscados. Estos suelen implicar transacciones comerciales —hoteles, viajes, —, lo cual a su vez constituye la base del negocio del buscador. Así, en realidad la red se estructura también temáticamente, compartimentándola.
La compartimentación —también llamada modularidad— es otra de las propiedades de las redes y también la observamos en las redes ecológicas. Decimos que un compartimento está constituido por un conjunto de nodos —especies— más relacionados entre sí que con el resto de los nodos de la red. En una red de polinizadores y plantas esta compartimentación podría venir determinada, por ejemplo, por la existencia de determinadas morfologías florales que restringen el número de posibles especies polinizadoras.
Aunque el estudio de las redes parece centrarse en las interacciones, es importante no perder de vista que esas interacciones no existirían sin los nodos, y que estos se definen como unidades discretas. Esto es muy importante. Las redes de interacciones se construyen en contraposición a otros modelos de comprensión del mundo que se basan en la naturaleza continua de flujos de materia y energía, sin identificar unidades discretas. Por ejemplo, para establecer el agua disponible en una cuenca hidrográfica necesitamos saber las entradas de agua, principalmente por precipitación, y las salidas, por evapotranspiración, infiltración en el subsuelo y transporte fluvial, pero no necesitamos establecer unidades discretas de estudio que estén interconectadas. No podemos obviar que la vida se organiza en unidades discretas, los organismos, y esto atañe a la naturaleza profunda de la vida. Las estructuras biológicas se autoorganizan y se mantienen en el tiempo, eludiendo el máximo desorden entrópico que determinan las leyes de la termodinámica, gracias a su capacidad de disipar energía. La construcción de membranas y filtros que delimitan el entorno bioquímico es el primer paso de esta autoorganización. Sin ese componente energético no se explicaría la naturaleza discreta de la vida. De hecho, en ecología hay una larga tradición de síntesis entre una aproximación basada en el flujo de energía y materia y otra que analiza la respuesta selectiva de organismos y especies. Esa síntesis se materializa en el estudio de las redes tróficas, con sus diferentes niveles de especies productoras —asimiladoras— y consumidoras —depredadoras—.
Las redes de interacciones basadas en las propiedades matemáticas de nodos y conexiones, como las que describen mutualismos como la polinización, no han incorporado todavía suficientemente la naturaleza energética de las interacciones. Probablemente, la razón es que el estudio de redes busca descriptores del conjunto de la red, por muy detallado que sea el conocimiento de sus componentes, y no deja de ser una aproximación holista. Pero el estudio de las redes también está sujeto a consideraciones de escala y existe un interés creciente por captar la variabilidad dentro de los nodos, que en nuestro ejemplo corresponde a especies de plantas y polinizadores. La interpretación de esta variabilidad puede hacer que más pronto que tarde, las implicaciones energéticas y las constricciones físicas de las interacciones entre nodos se incorporarán al análisis de las redes.
Acabaremos con un ejemplo. Podemos construir una red de interacciones entre los aeropuertos del mundo a partir de los vuelos que los conectan. Aparecerán hubs o nodos hiperconectados que estructuran la red. Pero en última instancia, la causa que limita el crecimiento ad-infinitum de esos hubs es el tamaño de los aviones y el espacio que necesitan para moverse sin colisionar y para que los pasajeros se desplacen a las aeronaves. Esto se traduce en el tiempo de conexión entre vuelos. Si este periodo es muy largo, acabará promoviendo las conexiones en otro aeropuerto alternativo. No basta con dibujar un mapa de conexiones si no introducimos también el coste-beneficio energético y las dimensiones físicas de los objetos reales. De nuevo, necesitamos abandonar las pantallas del ordenador con sus infografías y los modelos mentales preconcebidos para pasearnos por el mundo físico y contemplar las flores otoñales en su afán por escuchar el susurro de los abejorros.