14/10/2017 Opinión

Pastores de árboles

Investigador/a sénior

Francisco Lloret Maya

Catedrático de Ecología de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB) e investigador del CREAF.  Es miembro del Comité Ejecutivo de la European Ecological Federation, de la Socied
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Hay árboles gigantes, como cedros y secuoyas, que son un ejemplo de gran longevidad y sus poblaciones dependen mucho más de tendencias que de episodios traumáticos concretos. El cambio climático y las presiones humanas pueden dificultar su supervivencia.

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Para Enric.

En el circo de Jaffar, en el Alto Atlas, los monumentales cedros se recortan en el cielo mostrando los muñones de sus ramas podadas, mientras una reducida cubierta de hojas permite al árbol sobrevivir (ver Fotografía 1). Son árboles centenarios, que han sido periódicamente podados por los pastores para proporcionar alimento a sus rebaños. Los pastores trashumantes suben por el tronco —se ven las muescas que les ayudan a ascender— y dejan caer al suelo las ramas cortadas para suplementar la escasa hierba y las encinas ramoneadas, que forman un estrato a gran distancia por debajo del dosel de cedros. No son raros los árboles que mueren como resultado de este régimen de podas, combinado con una sequía que ya se prolonga desde hace décadas. Hay especies de árboles muy longevos, como los cedros, que cuesta que mueran, a no ser que sufran un trauma —un alud, un rayo, una tormenta de viento, un incendio— o el ataque de alguna plaga de insecto o de algún patógeno. ¿Cuánto más habrían podido vivir esos cedros si no hubieran sido sistemáticamente cortados desde hace siglos? Aunque la actividad ganadera es muy antigua, seguramente ha alcanzado su máximo bastante recientemente, desde hace unos 1.200 años, a partir de la llegada de las tribus árabes con la Hégira.

En las montañas Inyo del interior de California, bajo un clima desértico y frío crecen los árboles más viejos del mundo. Son ejemplares de Pinus longaeva (Great Basin Bristlecone pine), algunos de los cuales se han datado de hace 4.900 años a partir de sus anillos de crecimiento (ver Fotografía 2). Los científicos atribuyen tal longevidad a la ausencia de incendios debido a la falta de combustible y a las bajas temperaturas invernales que limitan el desarrollo de las plagas.  Más al oeste, en Sierra Nevada crecen las gigantescas secuoyas, datadas de hace 3.000 años (ver Fotografía 3). Los humanos hemos necesitado unas 500 generaciones para transitar desde la última glaciación hasta nuestros días. Las secuoyas sólo han visto sucederse cinco generaciones desde que los hielos cubrían las montañas.

Los bosques de secuoyas son un patrimonio que queremos conservar y por eso los gestores hace tiempo que las observan y estudian. Saben que para que emerjan nuevas plántulas sus piñas caídas deben abrirse al calor de los incendios de superficie, poco intensos, que también despejan de hojarasca el suelo. Pero ¿qué representa un evento anual de reclutamiento de nuevas plántulas en una especie que vive milenios? La vida de los humanos es mucho más corta que la de las secuoyas y nos cuesta ponernos en su lugar. Queremos comprender la vida de estos árboles con nuestras cadencias de años o decenios, pero eso es seguramente inapropiado. Quizás los científicos forestales que estudian estas especies deberían mirar escalas temporales más amplias, de siglos, como las que suelen utilizar los paleoecólogos cuando analizan registros polínicos o sedimentarios. Esto implica ampliar los intervalos en los que se obtienen los promedios o focalizarse en momentos particulares en los que se aceleran los acontecimientos.

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Fotografía 1. Bosque de Cedrus atlantica con encinas del Alto Atlas sometido a un intenso corte de sus ramas para proveer de alimento al ganado. Autor: Francisco Lloret

Podemos preguntarnos cómo ven estos árboles el cambio climático cuando un único individuo ha experimentado numerosas fluctuaciones climáticas a lo largo de su vida. Quizás se trate de una más, o quizás este cambio va demasiado rápido para lo que están acostumbradas. Para afrontar esta cuestión debemos recordar que el destino de las poblaciones lo determinan tres fases: el establecimiento de las plantas, su crecimiento y su muerte. En especies de vida corta, las tasas anuales de estas fases son importantes para determinar la disminución, persistencia o aumento de sus poblaciones. Pero en especies longevas los cambios de un año para otro son menos relevantes y debemos fijarnos en las tendencias.

Por ejemplo, en el año 2014 se produjo una defoliación masiva en las secuoyas californianas, como consecuencia de una sequía sin precedentes. En otras especies el episodio seguramente hubiera causado una importante mortalidad de árboles, particularmente si hubiera coincidido con otros agentes agresivos —como fue el caso de Pinus edulis en Nuevo Méjico y Arizona en 2001-2007 cuando la sequía se combinó con la infección por escarabajos perforadores—. Pero en el caso de las secuoyas murieron pocos árboles y muchos otros se recuperaron posteriormente. Por tanto, para que haya cambios significativos en las poblaciones de estas especies longevas necesitamos que los episodios traumáticos se repitan a lo largo del tiempo.

Es lo que pasó a los cedros del Atlas cuando experimentaron podas continuadas a lo largo de su vida. De hecho, tal y como apuntan los modelos climáticos, el cambio climático estaría ya exponiendo estas especies longevas a episodios de sequía extrema crónicos. También es importante ver lo que pasa en momentos clave, como después de un incendio cuando se produce el establecimiento de nuevos individuos. Científicos norteamericanos están encontrando que en los últimos decenios el establecimiento de nuevas plantas de coníferas después de incendios en las Montañas Rocosas de Norteamérica está disminuyendo, muy probablemente debido al aumento de la aridez asociada al cambio climático. Este ejemplo ilustra también que la combinación de diferentes situaciones extremas, como los incendios y la sequía, que afectan a procesos demográficos clave, como la mortalidad y el establecimiento, puede provocar cambios rápidos —es decir, una pérdida de resiliencia— que sería más difícil de otra manera.

Fotografía 2. Ejemplares de Pinus longaeva del oeste de Norteamérica con miles de años de edad
Fotografía 2. Ejemplares de Pinus longaeva del oeste de Norteamérica con miles de años de edad. Autor: Francisco Lloret

Pero por debajo de las sequoias que se destacan hacia el cielo, encontramos otras especies de árboles y arbustos de menor porte y con una menor longevidad. Su crecimiento está condicionado por los recursos que los gigantes les dejan. No obstante, la dinámica de sus poblaciones —muerte, reclutamiento— parecen regirse por ritmos diferentes del de las secuoyas. Es como si las secuoyas y la vegetación con la que convive estén descompasadas, cada una a su ritmo. Intuitivamente podemos entender que la persistencia de las poblaciones se producirá si en el tiempo aproximado de una generación las muertes quedan compensadas por el establecimiento de nuevas plantas que crecen hasta llegar a adultos. Evidentemente, a partir de este modelo sencillo, las cosas se pueden complicar bastante y la variabilidad entre especies es muy grande. En todo caso, esta convivencia de especies con diferentes ritmos demográficos nos muestra que no hay una única solución ecológica a unas mismas condiciones del medio. También nos indica que la longevidad de las especies es una forma de adaptarse a los cambios temporales del medio. Mientras sobrevives, esperas que vengan tiempos mejores. Los animales pueden moverse buscando mejores condiciones; las plantas, que apenas pueden explorar unos metros a su alrededor, juegan con su ciclo demográfico —también llamado ciclo de vida.

Quizás el caso mejor conocido de tipología demográfica es el que propusieron MacArthur y Wilson en 1967, completado por Pianka en 1970. Estos autores describieron un abanico de posibilidades, que van desde especies en las que la selección natural habría favorecido tasas de crecimiento demográficas altas asociadas a un alto esfuerzo reproductivo  (selección por la r, correspondiente a la tasa máxima de crecimiento poblacional), hasta especies con tasa de crecimiento bajas, pero capaces de acumular tamaño y acaparar recursos a lo largo de una vida larga (selección por la K, correspondiente a la capacidad de carga poblacional, que indicaría unas altas densidades de individuos, explotando al máximo los recursos disponibles).

La longevidad de los árboles nos maravilla. Pero vemos que las soluciones biológicas a los retos del medio son múltiples y a menudo coexisten —muchas veces es más útil pensar por qué una especie no se encuentra en un sitio que cavilar las razones de que está allí. Esa multiplicidad de soluciones permite mantener el funcionamiento del ecosistema, el cual por naturaleza es cambiante. También ayuda a rehacer esa funcionalidad después de una alteración profunda, tal y como describe el concepto de resiliencia. Así, lo que se pierde con la muerte súbita de especies longevas se recuperaría pronto gracias a las especies de crecimiento rápido.

Fotografia 3. Bosc de sequoies (Sequoiodendron giganteum) de Califòrnia dominat per gegants mil·lenaris.
Fotografía 3. Bosque de secuoyas (Sequoiodendron giganteum) de California con un dosel dominado por gigantes milenarios. Autor: Francisco Lloret

Algunos ecólogos piensan que es poco relevante qué especies se encuentren en un ecosistema para explicar sus balances de agua, energía o nutrientes. Lo importante sería su forma de funcionar, no su identidad. Puede que tengan algo de razón, pero a menudo las especies presentan combinaciones únicas de características funcionales que no se pueden separar. Especies que aparentemente ejercen una función similar, juegan papeles diferentes en otra función. Eso puede ser importante para la resiliencia del ecosistema, porque la recuperación de las diferentes funcionalidades puede depender de las especies involucradas, y de cómo se compensan sus tasas demográficas —como la mortalidad y el establecimiento a lo largo del tiempo.

Lindenmayer y Laurance han puesto recientemente en valor a estos gigantes —ellos los llaman 'Large Old Trees', LOT—, señalando las dificultades de conservarlos debido a sus bajas densidades y a sus lentos ritmos vitales. Para eso, deberíamos aprender de los “ents”, pastores de árboles, de la obra de Tolkien, que supieron adaptarse a esos ritmos y así persistir con ellos.