Lo extraordinario ya no lo es. Lo catastrófico que era muy improbable ahora es mucho más probable. El Mediterráneo es una zona especialmente afectada por inundaciones, sequías y fuegos, de siempre sí, pero ahora más y más por el aumento de la temperatura del mar, que este año, en superficie, ha rozado los 30ºC en verano.
Todo problema humano complejo tiene una solución fácil, plausible y equivocada. H.L. Mencken
Algunas lecciones habrá que sacar del desastre de la DANA. De ellas, la principal es que el país está cada vez más inadaptado a las condiciones ambientales, que cambian como consecuencia del cambio climático. Desde tiempo inmemorial, nuestra civilización se construye contra la naturaleza, en lugar de en armonía con ella. Esto es profundamente estúpido, porque la naturaleza es mucho más poderosa que nosotros, pero tiene una explicación racional: nos mueve la codicia, acompañada por la ignorancia y el egoísmo. De la naturaleza podemos cambiar algunos aspectos, pero estamos hablando de un sistema de inmensa complejidad, que alteramos sin ser capaces de predecir los resultados de estos cambios. O, aun sabiendo que existen riesgos, optamos por lo que produce beneficios a corto plazo, motivación que quizás no sea estúpida a nivel personal pero, sin duda, es socialmente dañina e inmoral.
Las riadas mortales no son ninguna novedad en los alrededores del Mediterráneo. Existen muchos ejemplos. Hace más de sesenta años, fui voluntario a sacar barro del Vallès, de la riada que causó cerca de un millar de muertos, y vi a los entonces príncipes Juan Carlos y Sofía a pocos metros, haciendo el obligado acto de presencia, sólo que en aquella época mandaba el dictador y, claro, no había grupitos de extrema derecha encendiendo los ánimos y el rencor de los afectados. Por otra parte, sabíamos quiénes eran los príncipes, pero también que no se les podía imputar culpa alguna del desastre ya que no tenían responsabilidades políticas. Otra diferencia con la reciente DANA es que, ni la meteorología estaba tan avanzada como ahora, ni existían sistemas de alerta eficientes que pudieran fallar por mala gestión. Pero era idéntico el hecho de que zonas inundables se habían ocupado con viviendas, almacenes y fábricas, que existían infraestructuras que interferían con el curso de las aguas, en definitiva, que la ocupación del territorio había prescindido de tener en cuenta y proteger estructuras y flujos naturales. Y esto lo habían hecho posible las mismas causas que ahora, con iguales niveles de corrupción e ineptitud.
Trabajos de recuperación del interior del Molino de Torrella (Sabadell) después de la inundación del Vallés de 1962. Autor: Carlos Pérez de Rozas (AHS)
Más, y más frecuentes
Más, y más frecuentes
No vale la excusa de que nadie podía prever un episodio tan extraordinario. Sí que ha sido extraordinario, pero lo que hoy sabemos es que los episodios climáticos extraordinarios son cada vez menos extraordinarios, porque son más y más frecuentes. Este mismo año lo hemos visto con dos huracanes seguidos, de enorme fuerza, en la costa sureste de Estados Unidos, Helene y Milton. En octubre de 2018, hubo lluvias fortísimas en Mallorca, con muertes sobre todo en Sant Llorenç d'es Cardassar. El recuerdo de la tormenta Gloria, en enero del 2020, está todavía vivo y es significativo que, en origen, fue un ciclón extra-tropical formado en el noroeste del Pacífico, que cruzó el norte de Estados Unidos y sur de Canadá, después el Atlántico, y acabó pasando unos días entre Baleares, la costa mediterránea, el norte de África y el sur de Portugal. En septiembre de 2023, los periódicos hablaban de un diluvio histórico, la tormenta Daniel, en Grecia , la peor desde que se tienen registros en aquel país, y la misma tempestad arrasó Líbia, donde se declararon 5000 muertes però todo hace pensar que fueron muchas más.. En el pasado agosto se inundó Menorca por una DANA. Los meses de septiembre y octubre hubo fuertes inundaciones en Italia (Emilia-Romagna y Toscana). Hemos tenido aquí dos DANAs seguidas en menos de tres semanas. En el mundo hay cada vez más sequías “extraordinarias” (salimos de cuatro años muy secos), a las que pueden acompañar incendios “extraordinarios”: en Australia, en el 2019-20 se quemaron 18 millones de hectáreas, de las que 12 millones eran bosques; en Canadá, sobre todo en 2021 y 2023 -el humo de los fuegos, que en el pasado agosto ya habían quemado 13 millones de ha, cruzó el Atlántico y llegó hasta nosotros-; los reiterados grandes incendios de California, donde en el 2020 quemaron 1.7 millones de ha; y han ardido muchos miles de hectáreas en países más pequeños como Grecia -en el 2024 miles de habitantes de la misma capital, Atenas, tuvieron que ser desplazados, algo insólito-, o Portugal, donde a finales de septiembre llegaron a quemar 144 fuegos simultáneamente. Etc. Lo extraordinario ya no lo es. Lo catastrófico que era muy improbable ahora es mucho más probable. El Mediterráneo es una zona especialmente afectada por inundaciones, sequías y fuegos, de siempre sí, pero ahora más y más por el aumento de la temperatura del mar, que este año, en superficie, ha rozado los 30ºC en verano.
Hace años que se habla (más que no se hace) de mitigación. Naturalmente, todos los países, y sobre todo los principales emisores, deberían descarbonizar sus economías en esta década, pero ya sabemos que Trump piensa hacer más pozos para extraer petróleo. Se habla mucho menos de adaptación, la otra cara de la lucha contra el cambio climático y sus efectos, y éste es un gravísimo error. Fijémonos en nuestro país, porque los efectos del cambio climático no son iguales en todo el mundo, existen muchas diferencias entre regiones. Nosotros estamos en el extremo noroccidental del Mediterráneo. Este mar, relativamente pequeño y cerrado, se está calentando muy por encima de lo que lo hacen los océanos. Desde 1982, la temperatura superficial ha subido 1,5ºC en media, y la anomalía térmica es mayor durante los meses de invierno, lo que explica que las tormentas de levante, que solían ser a finales de verano o en otoño, se hayan convertido en estas DANA que pueden presentarse durante el invierno. Nuestro mar se está tropicalizando, con temperaturas cada año más elevadas, por lo que tenemos muchas invasiones de organismos tropicales que nos llegan desde el Mar Rojo o vía transportes en barcos. Y es la razón también de que se estén formando cada vez con más frecuencia medicanes (como los ciclones Numa y Ianos que afectaron a Grecia el 2017 y 2020), es decir huracanes mediterráneos. Encima de este mar caliente se forman masas de aire cálido y muy húmedo (cuanto más caliente es el aire, más vapor de agua puede contener sin saturarse). En la atmósfera de la Tierra existen grandes corrientes de circulación de aire. Los llamados "jet streams" separan el aire de las zonas templadas del de las zonas boreales-polares. Por debajo de estas poderosas corrientes hay otras que circulan sobre las tierras de latitudes medias, acarreando la mayor parte de la humedad que contiene la atmósfera mundial. Estas corrientes húmedas, en fricción con los “jet streams”, generan ondulaciones. A veces, una de estas ondulaciones forma un remolino que se segrega de la corriente principal, constituyendo lo que ahora conocemos como DANA (Depresión Aislada en Niveles Altos). Cuando la DANA, aire frío cargado de humedad, entra en contacto con la masa de aire cálido y muy húmedo del Mediterráneo, el aire frío se satura y comienzan las precipitaciones, que pueden ser muy intensas. Por otra parte, la DANA, al quedar separada de las corrientes generales, puede encontrarse bloqueada por zonas de alta presión, así que las precipitaciones se pueden acumular durante días y días, causando inundaciones y enormes estragos, como ha ocurrido en el desastre de Valencia.
Los humanos hemos provocado el calentamiento del aire y el mar. Este calentamiento aumenta la cantidad de vapor de aire en la atmósfera y también está debilitando los “jet streams”, lo que favorece la formación de DANAs. Por otra parte, no hemos respetado la orografía y las vías naturales de circulación del agua (ríos, rieras, torrentes, barrancos, etc.). Además, el deshielo y la dilatación del agua, debidos al calentamiento, hacen que suba el nivel del mar y que las tormentas (cada vez más fuertes porque el calentamiento implica más energía en el aire) asalten la costa con mayor violencia y altura. Entonces, el desagüe de las aguas continentales en el mar es más lento e incluso el mar, durante las tormentas, invade los litorales más bajos y se lleva la arena de las playas y los paseos marítimos y saliniza a los freáticos.
Volvamos a la adaptación. Pensemos que en Cataluña vive una milésima parte de la población mundial (unos 8 millones de personas, en el mundo más de 8000 millones). Debemos mitigar, como todos. Pero debemos hacer, sobre todo, lo que nadie puede hacer por nosotros: adaptarnos a un mundo que cambia (independientemente de lo que hacemos nosotros, porque nuestras emisiones son una parte pequeña del total) hacia temperaturas más extremas, sobre todo en verano y en las islas de calor urbanas, sequías más largas e intensas, mayor riesgo de incendios forestales gigantescos, episodios de clima violento, amenazas en el litoral (tan importante en nuestra economía y donde están las mayores aglomeraciones urbanas...).
¿Y cómo debemos adaptarnos?
¿Y cómo debemos adaptarnos?
Por supuesto, a muy diversos niveles, desde los hábitos alimenticios y los refugios climáticos hasta la escala del territorio. La Generalitat, a raíz de las terribles inundaciones de Valencia, ya ha anunciado medidas, que pueden incluir incluso el derribo de construcciones en zonas inundables que ahora obstaculizan el paso del agua durante episodios de lluvias muy intensas. Habrá que revisar puentes, autopistas, vías de ferrocarril, para dejar más espacio a las crecidas repentinas. Habrá que ayudar al campesinado a realizar una transición hacia cultivos que consuman menos agua (tanto por la fisiología de las plantas cultivadas como por la manera de regar), y para que sus productos no se vean obligados a competir con otros que no siguen las normativas ambientales europeas, como ocurre ahora. La ganadería, que en Cataluña necesita una superfície del doble de la que se dedica a la agricultura para alimentar a los animales (con una huella considerable en otros países) y que consume tanta agua como una ciudad de 650 000 habitantes que gasten 250 l/dia, genera una proporción pequeña de los alimentos que consumimos però una cantidad enorme de residuos orgánicos (serán 8.5 millones de toneladas el 2030) y vertidos de hormonas, antibióticos y otros productos, que contaminan las cada vez más escasas aguas superficiales y los menguantes acuíferos, por lo que es inaceptable que asumamos los costes ambientales de engordar aquí los animales que se consumirán en otros sitios, pero a parte de redimensionar el sector hay que convertir urgentmente los residuos en biogás para reducir las emisiones de metano y, de paso, el consumo de gas natural. Además, las condiciones de vida de los animales en las granjas de ganadería industrial son repugnantes y peligrosas para la salud animal y humana. Por tanto, la ganadería también necesita una transición, a la vez que el consumo de carne per cápita debería disminuir. En urbanismo y arquitectura, se requieren revisiones de planes urbanísticos, normas de construcción, etc. Las ciudades del futuro debe ser policéntricas, para reducir el transporte horizontal, tener mejores servicios públicos, funcionar con energías menos contaminantes, con mucha más superficie permeable y verde (jardines en patios y azoteas y también en paredes verticales), menos focos de calor , etc. Hay que proteger mejor la línea de costa y recuperar sedimentos retenidos en los embalses, sobre todo en el caso del Ebro.
Es necesaria una gestión adaptativa de los espacios protegidos. Existen muchos trabajos que defienden que la mejor protección es una alta biodiversidad. Esto ayuda, pero no es suficiente. Sabemos que los lugares con mayor biodiversidad del mundo están sufriendo ya por el cambio climático, así que no podemos fiarlo todo a preservar la biodiversidad. No sirve luchar por preservar los ecosistemas tal y como son, si no funcionan bien bajo el nuevo clima.
Las ideas sobre la conservación de la naturaleza (y el pensamiento ecologista) deben ponerse al día. Si hace tres o cuatro décadas se predicaba, con buenas razones, que era necesario preservar espacios naturales evitando su urbanización y restringiendo sus usos, ahora esto no basta. Y la razón es que las medidas de protección hasta ahora aplicadas no pueden detener los efectos del cambio climático, así que lo que queríamos conservar puede que lo perdamos porque no soporte las condiciones de temperatura y humedad, que se van alejando de las que hacían posible su existencia. Esto significa que es necesaria también una gestión adaptativa de los espacios protegidos. Existen muchos trabajos que defienden que la mejor protección es una alta biodiversidad. Esto ayuda, ciertamente, pero no es suficiente. Sabemos que los lugares con mayor biodiversidad del mundo, como las selvas lluviosas tropicales o los arrecifes coralinos, están sufriendo ya mucho por el cambio climático, así que no podemos fiarlo todo a preservar la biodiversidad. No sirve luchar por preservar los ecosistemas tal y como son, si no funcionan bien bajo el nuevo clima. Deberemos ayudar a los cambios en los ecosistemas, debidos a la evolución del clima y a las invasiones por especies exóticas, para mantener su funcionalidad. Algunas especies invasoras tienen efectos inconvenientes graves, pero quizás otras acabarán contribuyendo a una mejora en la adecuación del funcionamiento de los ecosistemas a este cambio climático, porque el mantenimiento de ecosistemas bajo condiciones en las que no son funcionales es un objetivo imposible. Quizás es necesario acelerar el cambio de algunas especies claves por otras mejor adaptadas. La naturaleza no ha sido nunca estática y muchas especies que consideramos propias vinieron de fuera en un pasado más o menos lejano. Sé que lo que digo no va a gustar a muchos conservacionistas. Lo entiendo. Pero creo que muchos de ellos, que han luchado en defensa de la naturaleza, tienen dificultades ahora para cambiar de chip y darse cuenta de la magnitud de la emergencia de país con la que nos enfrentamos.
La adaptación hace discutibles algunos principios que suelen darse por descontados en la mitigación. Lo más importante es que se dice que la mitigación debe hacerse reduciendo el consumo de energía. Para adaptarnos, sin duda debemos descarbonizar, pero será muy difícil que reduzcamos las necesidades de energía si debemos desalar agua de mar, porque el agua dulce será menos abundante y también más contaminada por ser escasa. Cada vez habrá que reciclar más el agua y muchos materiales, lo que requerirá energía. Y, si queremos evitar los picos de calor, necesitaremos mucha energía para climatizar viviendas, escuelas, empresas, etc. Naturalmente, debemos hacer que esta energía sea renovable. El papel de la eólica, la solar y el biogás (para reducir el metano, que tiene un efecto invernadero 80 veces mayor que el CO2) habrá de ser muy importante para eso, y de momento no existe alternativa. Es cierto que estas energías no son tan limpias, pero son un mal menor. Si se hace bien, la captación de energías no fósiles puede ayudar a la economía del mundo rural de manera significativa y no tiene porqué afectar gravemente a la biodiversidad, ya que las instalaciones solares se pueden hacer en mosaico con cultivos y en las eólicas se pueden evitar las zonas de paso de grandes bandadas de pájaros. Los efectos paisajísticos pueden ser desagradables, pero también es posible tener cierto cuidado y, por otra parte, no serán peores de lo que ya se ha hecho con urbanizaciones y otras intervenciones menos justificables y en la misma línea de costa. La disponibilidad de la indispensable energía para la adaptación pasa por un gran refuerzo del sistema de transporte y almacenamiento de la energía. Es inevitable.
Darwin ya nos advirtió de que quienes sobreviven no son ni los más fuertes ni los más inteligentes, sino los que mejor se adaptan. Éste es nuestro principal reto de país para las próximas décadas. Si no lo entendemos, nos esperan la decadencia y la miseria, en un ambiente que se convertirá en estepario e incapaz de mantener una población humana en condiciones dignas.
Pero estamos a tiempo de evitar esta deriva y realizar una transición económico-social hacia una mayor resiliencia, que deberá tener bien presente que los sectores más pobres de la sociedad que son también los más vulnerables a los efectos adversos del cambio climático, no sean los castigados sino los beneficiarios de este proceso.