11/08/2017 Opinion

Incendios forestales: aprendiendo de la bestia

Investigador/a sénior

Francisco Lloret Maya

Catedrático de Ecología de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB) e investigador del CREAF.  Es miembro del Comité Ejecutivo de la European Ecological Federation, de la Socied
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En plena temporada de incendios, el ecólogo Francisco Lloret explica qué podemos aprender y cómo adapatarnos a ellos para evitar la catástrofe que suponen los grandes incendios forestales.

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Para Jaume

El pasado mes de abril supimos de la muerte del Dr Louis Trabaud. El Dr Trabaud fue un magnífico ecólogo que dedicó su vida profesional al estudio de los incendios forestales en el Mediterráneo desde el centro del CNRS en Montpellier. Había visitado California donde estableció vínculos con un grupo de científicos que trabajaban en los incendios de la vegetación. Los ecólogos californianos habían desarrollado un concepto que Louis Trabaud trasladó con éxito a la cuenca mediterránea, colaborando generosamente con muchos investigadores de aquí. El concepto se basa en reconocer la capacidad de los ecosistemas mediterráneos de recuperarse rápidamente después de un incendio, reconstruyendo eficazmente su composición de especies y su porte arbustivo o forestal. Este proceso fue bautizado con bastante éxito con el término de ‘autosucesión’ por T. L. Hanes en 1971, aunque ha recibido otros nombres, como ‘autoreemplazamiento’, en el ámbito forestal o en otras regiones.

La autosucesión se basa en la capacidad de muchas especies mediterráneas de rebrotar nuevos tallos o de establecer nuevas generaciones a partir de semillas que germinan abundantemente después del fuego. Esta idea surge de la mera observación naturalista, y tiene múltiples implicaciones que van desde el conocimiento de la fisiología de los vegetales hasta la gestión de las zonas incendiadas. En el Levante español se ha utilizado con notable éxito en el tratamiento de las zonas quemadas. La idea tiene también importantes connotaciones a la hora de construir un relato sobre la dinámica de los ecosistemas mediterráneos. Por un lado, proporciona un claro ejemplo de resiliencia ecológica —la capacidad de un sistema ecológico para recuperar sus propiedades después de verse alterado por un perturbación. Además, reconoce el fuego como un componente propio del funcionamiento del ecosistema, como en otros muchos casos. También tiene implicaciones evolutivas, poniendo sobre la mesa el papel del fuego en la evolución de las especies mediterráneas.

Reconocer la capacidad de los ecosistemas mediterráneos de recuperarse rápidamente después de un incendio, reconstruyendo eficazmente su composición de especies y su porte arbustivo o forestal. Este proceso fue bautizado con bastante éxito con el término de ‘autosucesión’.

La idea tuvo un notable éxito en los ecólogos de la cuenca mediterránea, particularmente en los de la península Ibérica. En aquellos años el pensamiento predominante consideraba los incendios como una degradación de los ecosistemas, causada por la presión humana, en el mismo saco que el sobrepastoreo. Esta degradación implicaría una simplificación e incluso una trivialización de las comunidades vegetales —es decir, una regresión en la sucesión— y un serio riesgo de pérdida de suelo. La perspectiva de la autosucesión proporcionaba unos mecanismos concretos —la rebrotada, la germinación—  y permitía establecer hipótesis comprobables mediante experimentación y observación sistemática. También reconocía el fuego como un elemento propio de los ecosistemas mediterráneos e introdujo la idea novedosa de que la vegetación mediterránea estaba adaptada al fuego. Los ecólogos se esforzaron por transmitir esta extraña idea a los medios de comunicación y trasladarla a la gestión forestal. La bestia —el fuego— no era mala en sí misma y debíamos a aprender a convivir con ella, a la vez que minimizamos sus daños más terribles. Todavía seguimos inmersos en el aprendizaje de esta convivencia.

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Rebrotes de encina después del incendio en el Alt Empordà de 2012. Autora: Judit Lecina

Una de las principales conclusiones de la avalancha de estudios surgidos de la perspectiva autosucesional, es que la resiliencia de la vegetación mediterránea al fuego tiene un límite. Depende de la intensidad del fuego —lógicamente un incendio que pasa rápido chamuscando apenas la vegetación causará menos daño que un fuego en el que se alcanzan temperaturas elevadísimas—, pero también de la secuencia de incendios a lo largo del tiempo. Si los incendios se suceden con poco intervalo entre ellos su impacto será mayor, ya que la capacidad de acumular reservas de nuevas semillas o de carbohidratos que reconstruyan nuevos órganos se verá seriamente comprometida.

El concepto de régimen de incendios describe la complejidad de incendios que se suceden en el territorio con diferente intensidad, frecuencia y extensión. Es un caso concreto de régimen de perturbaciones, concepto desarrollado por los ecólogos para describir la dinámica de los ecosistemas en general. Incorporar el régimen de incendios en nuestra visión de los ecosistemas mediterráneos también permitió la comparación con otras regiones del mundo donde los incendios son un elemento fundamental de su ecología. Es el caso de los bosques boreales, pero sobre todos de las sabanas, las grandes contribuyentes a las emisiones de CO2 a la atmósfera causadas por los incendios. Pero también de muchos bosques templados en los que los incendios de superficie son muy frecuentes, afectando principalmente al mantillo y al sotobosque. Por tanto, debemos ser conscientes de que en el Mediterráneo no tenemos la exclusiva de los incendios.

La bestia —el fuego— no era mala en sí misma y debíamos a aprender a convivir con ella, a la vez que minimizamos sus daños más terribles. Todavía seguimos inmersos en el aprendizaje de esta convivencia.

Combinar la perspectiva temporal del régimen de incendios con una visión mecanicista del fenómeno tiene importantes implicaciones en la gestión del fuego. La visión mecanicista nos enseña que el fuego es simplemente una reacción química de oxidación que libera una considerable cantidad de energía. Pero para iniciarse necesita una cierta cantidad de energía de activación. La energía liberada en la combustión de algo que está ardiendo —como una simple cerilla— sirve para activar el fuego en un combustible próximo. De esta forma el fuego se va propagando. Por tanto, para que haya un incendio se necesitan tres cosas: combustible, una fuente de calor y oxígeno. A veces nos olvidamos del oxígeno, pero es fundamental para entender por qué una rama fina arde mejor que un tronco grueso y compacto. La mayor superficie de contacto que ofrece la ramita al oxígeno del aire facilita enormemente su combustión. Por el contrario, un tronco en realidad sólo arde en su superficie exterior. Eso explica la gran inflamabilidad de la vegetación mediterránea, en la que se acumula una gran cantidad de ramas finas. Además, las ramas finas se secan rápido, también al estar más en contacto con la atmósfera, particularmente seca en el verano mediterráneo. La cantidad de agua en el combustible amortigua el fuego porque la energía liberada por la combustión se emplea en evaporar el agua, quedando menos para seguir activando la reacción química que define el fuego. Por ese motivo usamos el agua para apagar el fuego. Finalmente, la vegetación mediterránea es rica en sustancias volátiles que se inflaman muy fácilmente en el aire, y con la consiguiente liberación de energía propagan el fuego al combustible cercano.

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Mapa mundial de incendios (1996-2006), Fuente: Krawchuk M.A., et al. (2009) Global Pyrogeography: the Current and Future Distribution of Wildfire. PLosOne. DOI 10.1371/journal.pone.0005102
Hay ecólogos forestales que postulan que el fuego es el gran modelador de los bosques a largo plazo ya que antes o después están condenados a quemarse.

El combustible es un componente de los incendios particularmente importante ya que permite conectar con la dimensión temporal del fenómeno. Mientras tenga radiación, agua y nutrientes, la vegetación no ceja en su afán fotosintetizador. En ausencia de agentes que reduzcan la biomasa —como los humanos o sus herbívoros domesticados—, el combustible se va acumulando inexorablemente. Hay ecólogos forestales que postulan que el fuego es el gran modelador de los bosques a largo plazo ya que antes o después están condenados a quemarse. Y cuanto más combustible se haya acumulado, más energía se liberará con el fuego. Eso explica que la vegetación herbácea seca de las sabanas se queme muy a menudo —cada dos o tres años en promedio— con incendios de baja intensidad. Y también la extrema virulencia de algunos incendios de las regiones mediterráneas en lugares con mucho combustible. Pero a su vez, el fuego actúa de vacuna contra incendios inmediatamente posteriores, al menos de gran intensidad, ya que reduce el combustible. De lo cual se deduce que, si extinguimos con absoluta eficiencia todos los incendios sin arbitrar otros modos de reducir el combustible, estamos favoreciendo incendios de gran intensidad —y probablemente extensión— en el futuro.

Es lo que podríamos llamar la ‘paradoja de la extinción’. Esta deducción, apoyada por diferentes modelos de simulación y algunas observaciones empíricas, ha llevado en algunas regiones a implementar prácticas de fuegos controlados —también llamados prescritos— en condiciones de baja intensidad, como las que se producen en la estación invernal. Pero estas prácticas no carecen de problemas. Por un lado, está la dificultad de ser aceptadas por una sociedad —en gran parte urbana—  que se ha educado en el paradigma de que el fuego es una bestia y no hay que jugar con él. Por otro lado, para que la reducción del combustible sea efectiva deber repetirse antes de que éste vuelva a acumularse. Esto, además de costoso, plantea el problema de no llevar al sistema al límite de su recuperación, de su resiliencia. Finalmente, existe la dificultad de implementar estas prácticas para abarcar una porción significativa del territorio, suficiente para que evite la propagación de grandes incendios. Y estas prácticas tienen un coste económico importante. Como también lo tiene la extinción activa de los incendios, que se lleva la inmensa mayoría de los recursos económicos públicos destinados al mundo forestal.

Estas prácticas tienen un coste económico importante. Como también lo tiene la extinción activa de los incendios, que se lleva la inmensa mayoría de los recursos económicos públicos destinados al mundo forestal.

La gestión de los incendios es un tema extremadamente complejo, en gran parte debido a que debe tratar con la incerteza de catástrofes futuras. No obstante, hay algunas prioridades que, aunque son evidentes, deben destacarse. En primer lugar, se tiene que preservar la seguridad de las personas, y en la medida de lo posible de los bienes que aseguran su vivienda y sus medios de vida. Ante un incendio que progresa, ésta debe ser la principal prioridad. Así lo hacen encomiablemente los profesionales de la extinción, a los que debemos apoyar sin paliativos. En segundo lugar, la extinción no es suficiente para gestionar los incendios forestales. En su día se acuñó el lema de que los incendios se apagan en invierno, sugiriendo que es el momento para reducir combustible, a la vez que se pone a punto la logística de la extinción. Pero las acciones puntuales en una estación del año no son suficientes para contrarrestar las tendencias sociales de décadas que han provocado un desplazamiento de la población rural a las ciudades. Esta migración se corresponde con un abandono de las explotaciones agro-ganaderas y forestales que comportaban una reducción del combustible. A veces se ha propuesto revertir esta tendencia mediante algún tipo de subsidio a prácticas que reduzcan de forma generalizada el combustible. Pero el coste económico es demasiado grande ante otras prioridades de la sociedad y esta línea de acción no llega a consolidare. También se ha planteado la explotación del combustible como un medio de obtener rendimiento económico. El uso de herbívoros domesticados va en esta línea. Más recientemente se ha propuesto la generación de energía a partir de la biomasa del combustible. Pero esta opción presenta dudas sobre su viabilidad económica, además de necesitar un análisis preciso de su impacto en los bosques.

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Transformación de pinares en matorrales y pastos después de incendio. Autor: Francisco Lloret

Gestionar implica establecer prioridades de actuación aplicando un análisis de coste-beneficio. Esto es más evidente cuando los recursos son escasos. En el caso del combustible, la gestión implica identificar las zonas donde su reducción minimizaría el riesgo de propagación de incendios de alta intensidad a zonas habitadas y sistemas naturales sensibles. Esta estrategia tiene la ventaja no declarada de aceptar que algunas zonas se quemen y así reduzcan su combustible de cara a incendios futuros. Disponemos de todo un arsenal de herramientas metodológicas (sistemas de información geográfica, modelos de propagación, etc.) que pueden ayudar a este fin.

La extinción no es suficiente para gestionar los incendios forestales. En su día se acuñó el lema de que los incendios se apagan en invierno, sugiriendo que es el momento para reducir combustible, a la vez que se pone a punto la logística de la extinción.

En esta visión de la secuencia temporal de los incendios, además de la acumulación de combustible asociada a los cambios de uso del territorio y de las pautas sociales, debemos añadir la evolución del clima. El cambio climático es una realidad que comporta un aumento de las temperaturas, y por tanto nos acerca al umbral de ignición del combustible. Además, en la región mediterránea vemos que este aumento de las temperaturas no es compensado por unas precipitaciones más abundantes, sino más bien lo contrario. La peor combinación meteorológica para que haya incendios se da en días con alta temperatura y baja humedad relativa del aire. Si además hay viento, la propagación del fuego es más rápida.

Se ha comprobado estadísticamente que el número de días del año con condiciones de riesgo extremo de incendios ha aumentado desde la segunda mitad del siglo pasado. Además, si se alcanzan unas temperaturas muy elevadas, el comportamiento del fuego se vuelve explosivo, con una enorme liberación de energía al implicar la combustión simultánea de grandes cantidades de biomasa. Cuando se suceden los días de riesgo extremo, aumentan muchísimo las probabilidades de que los medios de extinción se vean desbordados por la cantidad y virulencia de los incendios. Y esas condiciones climáticas se van a hacer más frecuentes en el futuro. Existen proyecciones que aventuran cómo será el régimen de incendios del futuro —a un siglo vista, aproximadamente— en la cuenca mediterránea. En estas simulaciones se observa que las condiciones climáticas se volverán en general más propicias para los incendios. Las zonas en las que aumentará más el riesgo climático de incendio serían algunas —como las de montaña— que hasta ahora se han visto menos amenazadas, ya que experimentaban temperaturas menos altas y más precipitaciones.

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Simulación de la distribución mundial de incendios para el período 2070-2099. El color verde indica una disminución de la probabildad de sufrir incendios, y el color rojo indica un aumento. Fuente: Krawchuk M.A., et al. (2009). GLobal Pyrogeography: the Current and Future Distribution of WildfirePLosOne. DOI: 10.1371/journal.pone.0005102

Pero curiosamente, estas proyecciones indican que los incendios disminuirán en la región mediterránea, a pesar de que el riesgo climático de incendios haya aumentado. La explicación es que habrá menos combustible disponible para quemar, sencillamente porque las condiciones climáticas no serán favorables al crecimiento de la vegetación. Es lo que observamos actualmente en regiones subdesérticas donde los incendios son raros debido a la poca cantidad del combustible. La duda es si la vegetación se secará primero y luego se quemará, o bien se quemará y luego no será capaz de reestablecerse. Los incendios pueden constituirse así en el gran catalizador de la transformación hacia un paisaje más árido, con poca cubierta vegetal.

El número de días del año con condiciones de riesgo extremo de incendios ha aumentado desde la segunda mitad del siglo pasado. Además, si se alcanzan unas temperaturas muy elevadas, el comportamiento del fuego se vuelve explosivo, con una enorme liberación de energía al implicar la combustión simultánea de grandes cantidades de biomasa.

¿Cómo podemos actuar ante ese panorama? Además de poner en valor todas las acciones encaminadas a reducir las emisiones de gases con efecto invernadero, podemos aplicar lo que hemos aprendido del comportamiento del fuego y de la resiliencia de la vegetación. En primer lugar, minimizando en la medida de lo posible los incendios de gran intensidad y extensión que pueden limitar la capacidad de recuperación de la vegetación, además de perjudicar a las poblaciones humanas. La preservación de la cubierta vegetal juega un papel fundamental evitando la pérdida de suelo y facilitando el crecimiento de nuevas plantas y la reconstrucción de las redes tróficas.  No obstante, el fuego es un componente más de la dinámica del territorio y erradicarlo por completo es inviable y contraproducente. Por tanto, se impone una estrategia de identificar áreas y formas de gestión que impliquen menor vulnerabilidad en términos de exposición al riesgo de incendios y de sensibilidad a sus efectos.

Esto implica una gestión integrada, que quiere decir establecer de prioridades bajo los principios de que (1) lo que pasa en un punto del territorio afecta a otras zonas y (2) en cada zona el balance de coste-beneficio de las actuaciones es diferente. Habrá más incendios, y desgraciadamente algunos de ellos serán catastróficos. De lo que se trata es de preservar al máximo la capacidad de los ecosistemas por recuperarse minimizando las elevadas recurrencias e intensidades. Se vislumbra un paisaje futuro heterogéneo en el que tendremos que luchar por mantener al máximo porciones cubiertas por bosques y matorrales.

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