El cambio pasa por la ecología
"Es la economía, estúpido"! Este famoso eslogan fue acuñado en 1992 por James Carville, estratega de campaña de Bill Clinton en su carrera con George W. Bush para ganar las elecciones a la Casa Blanca. En ese momento, la práctica totalidad de líderes mundiales estaban convencidos de que el crecimiento económico era la clave del progreso y de una sociedad próspera y sana.
Texto escrito por Carles Castell, doctor en ecología y experto en conservación de espacios naturales.
Aunque ya se habían intensificado determinados procesos de internacionalización de la economía a lo largo de la década de los ochenta, fue durante los años siguientes a la victoria de Bill Clinton cuando el fenómeno de la globalización estalló con toda su magnitud, no sólo en el campo de la economía, sino también de la tecnología, la política, la cultura o la comunicación, entre muchos otros. Hoy, casi treinta años más tarde, hemos comprobado como la globalización ha cambiado totalmente el orden mundial. Entre los cambios más destacados podemos citar, por ejemplo, la emergencia de China como gran contrapoder de Estados Unidos y la creciente pujanza de las empresas multinacionales ante el poder de los estados y su capacidad de intervención en el mercado para garantizar el bienestar de la sociedad. Y las problemáticas ambientales que ha generado, por supuesto, entre las que la pandemia actual de coronavirus es el ejemplo más reciente y urgente. Pero seguro que no será el último impacto, ni el más severo, sobre nuestra economía, nuestra sociedad y, en último término, sobre nuestra calidad de vida.
Estos días se oye hablar mucho de que no recuperaremos el mundo tal y como lo conocíamos antes de la crisis actual. Frases como "no podemos volver a la normalidad porque la normalidad que teníamos es la causa del problema" se están haciendo virales a través de las redes. Permitidme que lo ponga en duda. Quizás las cosas no serán exactamente igual, pero seguro que muchas personas, empresas y estados harán lo que sea necesario para intentar volver enseguida a la supuesta normalidad. ¿Por qué? Pues imagino, como decía el poeta, que por ignorancia, por inconsciencia o por mala leche. Hay una mezcla de intereses oscuros y espurios, de falta de calidad democrática, de fraguado de nuestra conciencia crítica impulsada por los grandes motores de la globalización de los mercados. Huelga decir que las grandes empresas y lobbies multinacionales constituyen uno de los sector más interesados en que las cosas no cambien mucho. O que cambien de la manera que les interesa. Sin ir más lejos, estos días se ha sabido que uno de los principales fondos de inversión estadounidenses, con un historial reciente bien alejado de los principios más básicos de la sostenibilidad, ha sido contratado por la UE para asesorarla precisamente sobre la integración de la sostenibilidad en la regulación bancaria. No parece que vamos por buen camino. Todo ello encuentra el terreno abonado en el hecho de que a las personas nos cuesta asumir los cambios, salir de nuestra zona de confort; nuestro cerebro nos anima a olvidar cuanto antes los problemas y volver a las épocas pretendidamente felices.
Por todo ello, aunque ha habido en los últimos años un claro crecimiento de la concienciación, los conflictos ambientales son aún vistos por mucha gente como una incómoda piedra en el zapato, el discurso apocalíptico de un grupo de profetas molestos que vienen a estropear la fiesta. En este sentido, cuesta ser optimista y creer que la salida de esta crisis pasará por un replanteamiento real y efectivo de nuestro modelo de relación con el entorno, el verdadero origen de la presente problemática, de muchas de los anteriores y de la mayoría de las que, desgraciadamente, todavía están por venir. Quizás vale la pena echar una mirada atrás y releer lo que ha sucedido durante episodios anteriores similares, para no olvidar lo que puede suceder si no hacemos las cosas de otra manera. En este sentido, es muy recomendable recuperar el libro «Colapso: por qué unas Sociedades perduran y Otras Desaparecen» del biólogo estadounidense Jared Diamond, publicado en 2005 (Editorial Debate), sobre varios colapsos socioeconómicos acaecidos en la historia de la Humanidad, en los que se pone de manifiesto la relevancia que tuvieron los componente ambientales, así como las diferentes respuestas, determinantes para la recuperación o el declive, que las respectivas sociedades dieron a los problemas existentes.
Resulta evidente, como ya he mencionado, que la raíz de la crisis actual se encuentra en el modelo social y económico predominante, que interpreta el territorio como un simple apoyo de la actividad humana y un mero facilitador de recursos naturales, al servicio de nuestras actividades. Un territorio que, de acuerdo con esta visión, también aguanta nuestros impactos de todo tipo (contaminación, degradación, sobreexplotación, etc.) sin que aparentemente se produzca ninguna afectación grave que nos tenga que preocupar demasiado. Hasta que todo se malogra, claro, y ponemos cara de no entender qué ha podido pasar. Por eso, el cambio al que nos referimos tiene que pasar necesariamente por el replanteo radical de todas las políticas que se encuentran en la base de la problemática actual. Desde las agrícolas, ganaderas y forestales, hasta las de transporte, industria o turismo. Absolutamente todas. Unas políticas que tienen sus impactos más severos lejos de casa, en territorios que nos proveen de alimento, de energía, de materias primas, de destinos turísticos, donde dejan una huella negativa que quizás no vemos, o no queremos ver, pero que es responsabilidad nuestra.
Dinámicas que de tan familiares las damos a menudo por normales y inamovibles -como la intensificación agroganadera, el consumo desmedido de energía y materias primas, el transporte de productos de todo tipo en todo el mundo, la producción exorbitante de residuos, el turismo de masas,...- no tienen cabida en el nuevo futuro que tenemos que construir. Todas ellas están basadas en la energía sucia y barata y en las subvenciones perversas que permiten mantener estas dinámicas que sólo son rentables si no se tienen en cuenta sus externalidades negativas. Que son muchas. Ambientales, pero también económicas y sociales. El cambio pasa por la transformación del modelo alimentario hacia la producción extensiva y de proximidad; por la reducción del consumo energético y la transición hacia energías renovables; por la reducción de la extracción de materias primas, el reciclaje y la economía circular; por la descarbonización y la minimización de los impactos de nuestra actividad; y por la equidad y la justicia social, que es la otra cara de las problemáticas ambientales. Por empezar a hablar de Economía, en mayúsculas, con todas sus derivadas, y no sólo de finanzas. Por hablar de Ecología.
De hecho, la Estrategia para la Biodiversidad 2030 aprobada por la Unión Europea estos mismos días ha recibido ya numerosas críticas en este sentido por el hecho de que no pone en cuestión en ningún momento el modelo socioeconómico que ha llevado a la grave pérdida de biodiversidad y +a la degradación de los sistemas naturales en toda Europa. Se proponen muchas y ambiciosas acciones específicas, desde la plantación de tres mil millones de árboles (tendremos que esperar a la concreción de la Estrategia para saber dónde se piensan plantar todos estos árboles; estoy convencido de que se tendrá en cuenta la grave pérdida de espacios abiertos y la expansión del bosque en muchas zonas antiguamente cultivadas o pastoreadas, y la consiguiente disminución de la biodiversidad asociada) hasta la reducción de los pesticidas o el incremento de la agricultura ecológica y de la protección de las áreas marinas. Buenas noticias, acciones necesarias sin duda; habrá que ver si son suficientes, conjuntamente con los cambios planteados por la UE en las políticas energéticas y de residuos, para lograr revertir las tendencias tan negativas. Para saberlo, se propone una primera evaluación de los avances en 2023. Ojalá no sea demasiado tarde para rectificar.
Dicho esto, dejadme que vuelva a centrar en este artículo en las políticas estrictamente de conservación, que de manera genérica abarca la protección, la planificación, la gestión, la restauración, y la búsqueda y seguimiento del patrimonio natural. Las acciones de conservación no pueden, lógicamente, contrarrestar un modelo que no asuma los principios que hemos mencionado anteriormente. En el mejor de los casos serán un parche que permitirán proteger un espacio natural, o recuperar una especie amenazada, pero que no resolverán los conflictos de fondo responsables de estos problemas concretos de conservación. Sin embargo, las políticas de conservación son muy necesarias, tanto para garantizar la implementación de esta materia de forma transversal en todas las políticas de un gobierno, como para desarrollar estrategias y ejecutar acciones destinadas a reducir y compensar los impactos que inevitablemente se seguirán produciendo , y para ayudar a minimizar las cicatrices que nuestra huella ha dejado en todo el mundo.
En este sentido, tras la crisis financiera de 2008 la tónica general fue un recorte generalizado de los presupuestos públicos con un notable desmantelamientos de los grandes pilares del estado del bienestar asociado tradicionalmente a la sociademocràcia, como la sanidad, la educación o los servicios sociales. Huelga decir que las arcas de los departamentos responsables de las temáticas ambientales, ya bastante menguadas, sufrieron una estocada prácticamente definitiva. En el caso de Cataluña, más allá de la crisis, las políticas de conservación de la naturaleza han sufrido tradicionalmente el desmenuzamiento de competencias, escasez de recursos, ineficacia e ineficiencia en las estructuras administrativas, y, en resumen, una regresión y falta absoluta de prioridad en relación con la trascendencia de la materia a gestionar, que ha llevado a todo tipo de derivas y contradicciones. En este contexto bastante preocupante, la crisis que se inició en 2008 -conjuntamente con cambios estructurales y competenciales en los departamentos del Gobierno- llevó a una reducción del 50% del presupuesto destinado a la protección y gestión del medio natural, pasando, aproximadamente, de los ya miserables 16 millones de euros a tan sólo 8. Sólo para ponerlo en contexto, esto es alrededor de un orden de magnitud menos que una región como Valonia, con la mitad de superficie que Cataluña y mucha menos biodiversidad, pero que cuenta con un presupuesto anual para la conservación de unos 70 millones de euros.
Esta reducción de los recursos mínimos históricos obligó incluso al cierre de varios centros de visitantes de los parques naturales, con la queja de numerosos sectores no directamente relacionados con la conservación, desde el tejido empresarial vinculado con el turismo hasta los propios ayuntamientos de los correspondientes territorios. Por si fuera poco, el recorte vino acompañado de un conjunto de iniciativas legislativas -desde la tristemente famosa Ley Ómnibus hasta varias Leyes de Acompañamiento de los Presupuestos a lo largo de años sucesivos- que, bajo la premisa de que había que incentivar y facilitar la recuperación económica flexibilizando los trámites y permisos, conllevaron una importante desregulación de las normativas ambientales, dejando bajo mínimos los informes y evaluaciones necesarias para los usos y actividades que podían tener un grave impacto sobre el medio natural. Es la economía, estúpido! Una vez más volvíamos a escuchar y sufrir el mismo mantra.
De hecho, estos días ya hemos visto exactamente lo mismo con la aprobación del «Decreto Ley de Mejora y Simplificación de la Regulación para el Fomento de la Actividad Productiva en Andalucía», que elimina trámites, reduce plazos y suprime condicionantes ambientales para el desarrollo de proyectos que pueden transformar notablemente el territorio y provocar graves daños ambientales. Como si la conservación de la naturaleza fuera la responsable de la situación actual y un freno a la recuperación económica. La receta se aplica una vez y otra, se diluyen responsabilidades y se invierten los recursos económicos necesarios para volver lo antes posible a la situación de supuesto progreso y bienestar anterior a la crisis. Pasando por encima de todo, especialmente de lo que no puede alzar la voz para quejarse.
Podríamos decir que sucede lo mismo en otras políticas y sectores, como la cultura, la salud, la educación o los servicios sociales, especialmente con determinados gobiernos. Para salir de las crisis económicas hemos visto que se hacen recortes a troche y moche en todo aquello que no tenga directamente que ver con la industria, el comercio, el turismo o los bancos, ámbitos siempre calificados como "locomotoras" de la reactivación. Sin embargo, a pesar de la reducción de presupuestos que también sufren dichas políticas, aún no hemos tenido que contemplar, afortunadamente, derruir un hospital, una escuela, un museo o un hogar de ancianos para construir pisos y hoteles en nombre de la recuperación económica. En cambio, no hemos hecho ascos a la hora de llevarnos por delante cultivos, prados, bosques y costas si esto reportaba beneficios monetarios inmediatos.
Pero lo que, en mi opinión, resulta aún peor, es que durante los períodos de supuesta bonanza económica -de acuerdo con los criterios de los organismos internacionales del ramo-, las cosas tampoco mejoran. Cuando la economía, medida en términos de PIB, crece con fuerza y continuidad, tampoco queremos sentir que esto se realiza en base a unos impactos sobre la naturaleza que, haciendo las cosas con un poco más de cuidado, se podrían evitar en buena parte. Ya vuelven a estar aquí los aguafiestas con sus malos augurios, ahora que todo va tan bien! Quién se atreve a poner límites al maravilloso modelo que crea tanta riqueza? ¿Qué significa un bosque, un prado, una cala ... ante los grandes beneficios de un nuevo complejo turístico, de una intensificación agrícola, de una urbanización en primera línea de mar? Y en estas etapas, en las que los gobiernos disponen de cierta capacidad para incrementar y recuperar los presupuestos más maltratados, incluso entonces las inversiones reales en conservación de la naturaleza no pasan de ser testimoniales.
Huelga decir que esta insuficiente atención política a la conservación difiere notablemente en función de los países. El ámbito mediterráneo en general, y el territorio español en concreto, han sido lugares paradigmáticos de esta prevalencia del crecimiento económico basado en un derroche de los recursos y unos impactos muy severos sobre el entorno. Sin embargo, el conjunto de la Unión Europea -aunque los países más septentrionales dedican en general una mayor atención y dinero al medio natural- tampoco sale muy bien parado si tomamos como indicador del estado de conservación de los hábitats y especies de interés, que en su mayor parte muestran una preocupante evolución negativa.
En el caso de Cataluña, no ha sido hasta los últimos años que la voluntad política ha permitido recuperar los presupuestos previos a la crisis económica -aquellos insuficientes 16 millones de euros- y durante prácticamente un decenio todo el sector público y privado de la conservación (este último a menudo se olvida que también forma parte de la actividad económica del país y contribuye al mundo laboral con puestos de trabajo de alta especialización y con un importante componente social y vocacional) ha tenido que malvivir en la más absoluta indigencia. En el capítulo de inversiones, se han tenido que producir alineaciones planetarias únicas e irrepetibles para ver proyectos como el del paraje de Tudela, en el Parque Natural del Cap de Creus, con la demolición de la urbanización del Club Med y la cuidadosa restauración del entorno. Hay algún otro, a menudo con financiación privada detrás, pero se podrían contar con los dedos de una mano. Cuando las cosas van supuestamente bien, parece que nos dé pereza, o vergüenza, mirar los desastres que hemos provocado y tratar de remediarlo. Y así se van acumulando.
Seguro que las carencias estructurales históricas en materia de conservación en nuestro entorno no han ayudado nada a la adecuada protección y gestión del patrimonio natural. Cuando en 1991 se creó el Departamento de Medio Ambiente, el Consejero Albert Vilalta tenía las prioridades muy claras. No lo digo porque fuera de Reus, como yo, pero la verdad es que fue un gran político y una gran persona, que impulsó muchos de los proyectos clave para que nuestro entorno, a pesar de las agresiones que ha sufrido, mantenga aún hoy una diversidad única y constituya una fuente de riqueza y bienestar extraordinaria. Vilalta tenía claro que había que disponer de órganos con una cierta autonomía administrativa y financiera para planificar y gestionar de manera eficaz tres de los principales componentes ambientales: los residuos, el agua y el patrimonio natural.
La Agencia de Residuos de Cataluña (denominada así en 2003, a partir de la Junta de Residuos, existente desde 1983) y la Agencia Catalana del Agua (creada en 2000) fueron el resultado de las propuestas políticas, legislativas, administrativas y funcionales impulsadas en su día por el Consejero. Aunque, como con todo, existen luces y sombras, el trabajo desarrollado por estos dos entes públicos ha sido clave para el gran cambio en positivo elaborado en estos dos ámbitos a lo largo de los últimos treinta años. La tercera pata que reclamaba el Consejero, la Agencia de la Naturaleza de Cataluña, es hoy todavía nuestra gran carencia ambiental. Y así nos va. Parecía que la teníamos en el saco hace sólo un par de meses, cuando la Ley para su creación se debía votar el pasado febrero en el Parlamento de Cataluña, con un amplio apoyo político. La acumulación de propuestas legislativas hizo que cayera a última hora de el orden del día. Después, habría tenido que ir al pleno de marzo, pero llegó el confinamiento... Esperamos ahora que la Agencia de la Naturaleza de Catalunya se apruebe con la máxima inmediatez, en concreto en el Pleno del Parlamento del mes de junio, según está previsto en su Orden del día, a pesar de la intensificación estas semanas de la habitual oposición por parte de los lobbies tradicionales de nuestro país que no quieren perder su statu quo.
Este año también se ha de poner en marcha el Fondo del Patrimonio Natural, un instrumento financiero específico y finalista para la conservación de la naturaleza, creado a partir de la Ley Catalana de Cambio Climático y que se nutrirá del impuesto a las emisiones de dióxido de carbono de los vehículos. Este 2020 debía suponer alrededor del 35 millones de euros, lo que permitiría triplicar los recursos actuales. ¿Qué pasará con este fondo con la caída de los ingresos públicos? ¿Como serán finalmente los presupuestos públicos que se aprobaron para este 2020? ¿Y los de los próximos años? Ciertamente, el reajuste económico que eventualmente ocurra debería tomar en consideración priorizar la puesta en marcha de este fondo y otras medidas en esta línea, ante la clara evidencia de que nuestro futuro será más vulnerable si no ponemos esfuerzos en proteger y recuperar los sistemas naturales y sus capacidades protectoras. Todo dependerá, más allá del contexto socioeconómico que marcará los próximos años, de la voluntad política de dar a las políticas ambientales la trascendencia que necesitan. Una voluntad que se manifiesta, en último término, en los presupuestos públicos.
En todo caso, ojalá la creciente concienciación social, a raíz de la presente crisis y de la problemática cada día más evidente del cambio climático y de la pérdida de biodiversidad global, acabe tomando forma de sólido compromiso colectivo, de palanca para derribar los gigantes de la globalización, ante los que la mayoría de gobiernos se muestran sometidos y clientelistas. En Cataluña se han dado pasos esperanzadores (como el mencionado Fondo o la Estrategia del Patrimonio Natural y la Biodiversidad de Cataluña, aprobada en 2018) que habrá que afianzar y ampliar (hace décadas que tenemos pendiente, por ejemplo, la aprobación de la Ley de Patrimonio Natural y Biodiversidad) para conseguir que las medidas estructurales y financieras para la conservación de la naturaleza sean una realidad lo antes posible. Necesitamos urgentemente estas piezas estratégicas para poder hacer efectivo un cambio transformativo para encarar esta crisis ambiental, tal como dice el último informe de la Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y servicios ecosistémicos de las Naciones Unidas (IPBES), y repensar nuestra actividad como especie dentro del marco de la naturaleza de la que formamos parte, con las oportunidades, condicionantes y limitaciones que ello significa.
Por eso, inmersos ahora en plena crisis, cuando no dejo de oír voces y de leer artículos reclamando que empiecen de una vez los cambios inaplazables, que se prioricen en serio las políticas centradas en el progreso real, la equidad y el bienestar de las personas, dentro del conjunto de la naturaleza, pienso que tal vez sí, que esta vez puede ser diferente, que por fin ha llegado el momento de gritar alto: Es la ecología, estúpido!
De momento, sin embargo, todavía me morderé la lengua, por si acaso.