Una pluma para el sombrero, ¿madame?
Pájaros, por sus plumas para decorar sombreros, pero muchos otros animales también, sufren el camino hacia la extinción por culpa de los caprichos humanos.
John James Audubon (1785-1851), ornitólogo nacido en Francia y nacionalizado estadounidense, autor muy valorado de pinturas que representan con gran perfección a los pájaros y del libro Birds of America, ha dado su nombre a la National Audubon Society, dedicada a la conservación de las aves y sus hábitats, una de las entidades conservacionistas más antiguas del mundo. Sin embargo, no se puede decir que Audubon, muy interesado en el estudio de los pájaros, fuera conservacionista. Mataba pájaros para dibujarlos (empleaba un alambre para hacer que los cadáveres quedaran en una posición natural) y lo hacía en grandes cantidades. Consideraba que un sitio era pobre en pájaros el día que mataba menos de cien. Si el pájaro era raro, aún lo perseguía con más ahínco. Cabe decir, como excusa, que, en su época, nadie se preocupaba demasiado de la conservación.
El uso de plumas como ornamento es antiquísimo. Incluso anterior a nuestra especie, porque ya lo practicaban los neandertales. Lo encontramos en muy diversas culturas y todos recordamos los espectaculares tocados de los jefes de las tribus de indios norteamericanos que hemos visto en el cine. Las plumas de avestruz, de aves del paraíso, de pavo real, de marabú, de garza real, de buitre o de gallo han sido objeto de comercio en todo el mundo. Algunos tipos de pluma han sido muy valiosos y, por tanto, una causa de considerables masacres de pájaros, aunque también se cazaban para venderlos a los museos. Para no estropear el material, los cazadores empleaban perdigones pequeños.
Un buen lugar para cazar pájaros para quitarles las plumas a finales del siglo XIX eran los Everglades de Florida. Algunas ardeidas tienen, en la estación reproductiva, largas plumas filamentosas. A finales del XIX y primeros del XX, estas especies fueron objeto de una persecución insistente por la demanda de sus hermosas plumas blancas para ornar sombreros y otros usos. Esto promovió la aparición de movimientos conservacionistas que contribuyeron a que se dictaran las primeras leyes de conservación de las aves.
Este grupo de especies vive en humedales, tanto de agua dulce como salada. La garcilla bueyera (Bubulcus ibis) es una especie de ardeida cosmopolita en zonas tropicales, subtropicales y templadas cálidas. Se asocia a los grandes herbívoros, a los que se dice que limpia de parásitos como ácaros y moscas, aunque seguramente lo que hace es aprovecharse de los insectos, gusanos y otros animales que el ganado hace salir al remover el suelo. Su nombre genérico actual significa pastor en latín y hace referencia a esta relación con el ganado. La especie más grande del grupo en Florida es la garza blanca (Ardea alba), con todo el plumaje blanco, y llegó casi a la extinción en aquellos tiempos. En las zonas costeras del sur de Florida hay una variante blanca de la garza americana (Ardea herodias) que fue una de las causas de las grandes cacerías. La garceta común (Egretta garzetta), bien conocida en España, también es un pájaro de pluma blanca que, como otras ardeidas, forma colonias y construye nidos en plataforma encima de árboles o arbustos y encima de los carrizos cuando no hay árboles o si en los bosques hay muchas ratas negras. Al noroeste de Europa fue extinguida a finales del XIX. Las poblaciones se han rehecho con la protección porque es una especie buena colonizadora, pero no llegó a Florida hasta 1953 y por lo tanto no estaba cuando las grandes matanzas de los cazadores de plumas.
Estas matanzas son descritas al principio de País de sombras, la enorme novela (1.132 páginas en la edición castellana de Seix Barral) de Peter Matthiessen, que en 2008 ganó el National Book Award. Una obra que figura entre las más relevantes de la literatura norteamericana de las últimas décadas. Esta es la descripción que hace, en dos párrafos, de la caza y sus efectos, en la excelente traducción de Javier Calvo:
"Los cazadores de aves de pluma cazan al principio de la temporada de cría, que es cuando las plumas de garceta salen magníficas. Cuando a los polluelos les está saliendo el plumón y chillan muy fuerte porque tienen hambre todo el tiempo, sus padres y sus madres pierden el poco juicio que Dios les dio. Acuden a atender a sus hijos pase lo que pase, y si usas uno de esos rifles Flober que no hacen más ruido que una rama al partirse, te puedes poner ahí debajo de los árboles de las grandes colonias de cría, e ir eligiendo los pájaros que quieres, sin hacer más pausas que las necesarias para recargar. Una colonia de cría atacada no es una estampa en la que uno quiera pensar demasiado. El montón de cuerpos muertos que queda atrás cuando terminas de desplumarlos y te vas a otro sitio es simplemente lastimoso y, además, es una manera pésima de cosechar, porque no quedan adultos para alimentar a los polluelos y protegerlos del sol y de la lluvia, ya no digamos de los cuervos y las águilas ratoneras que llegan planeando y aleteando y los hacen pedazos. Una colonia de cría grande como aquella en que el Francés trabajaba subiendo por la bahía de Tampa tenía cuatrocientos acres de manglar negro, con unos diez nidos por árbol. Puede que tardaras tres o cuatro años en limpiarla del todo, pero después los pájaros ya desaparecían para siempre.
Es el silencio mortal que quedaba después de los disparos lo que me viene hoy a la memoria, aunque yo nunca me quedaba a escucharlo; es como que lo recuerdo cuando estoy soñando. Los árboles fantasmagóricos que se levantan sobre el suelo blanco de guano, el sol y el silencio y el hedor reseco; los graznidos y el aleteo y las alimañas que llegan sin hacer ruido, los mapaches, las ratas y las comadrejas, mordiendo sin parar, y las hormigas que inundan los árboles blancos formando caminitos oscuros para comerse a esas cosas escuálidas y desnudas que se encaraman al borde del nido, con los gaznates latiendo y las bocas abiertas al máximo en busca de la comida y del agua que no van a llegar nunca. Los más afortunados morirán antes de que algo los encuentre, porque hay tantos polluelos que los carroñeros no dan abasto a todos. Los malditos buitres permanecen encorvados sobre sus patas inertes, tan atiborrados y estúpidos que apenas pueden levantar el vuelo.”
Creo que la descripción es perfectamente explícita sobre una manera de usar los recursos absolutamente insostenible y con un total desprecio por la vida de los otros (en este caso pájaros, pero los humanos a menudo se comportan así con otros humanos). Lo que describe Matthiessen es comparable a las masacres de elefantes en África, de bisontes en Norteamérica, de focas jóvenes en Canadá, de ballenas en los océanos y tantos y tantos otros casos. Y el motivo, a menudo, como en este caso, es trivial: adornar sombreros de señoras en las grandes ciudades, en el de los elefantes producir objetos artesanales de marfil, o en el de los rinocerontes aprovechar el cuerno para fabricar un afrodisíaco que, por supuesto, no funciona: el cuerno no es más que queratina, como nuestros cabellos o nuestras uñas, pero en el mercado negro puede costar 60.000 euros por kilo. En Extremo Oriente, es creencia corriente que el cuerno de rinoceronte también cura la artritis, el cáncer o el sida. En el zoo de Thoiry, cerca de París, un rinoceronte blanco fue muerto por unos asaltantes, porque sólo el cuerno puede costar 300.000 euros. Esta especie ha sido ya extinguida en el norte de África. De hecho, en peso el cuerno es más caro que el oro o la cocaína. Por ello, en algunos lugares se cortan los cuernos de los rinocerontes, blancos o negros, para salvarlos de los furtivos.
La buena noticia es que el mercado más grande del mundo, Hong Kong, ha prohibido el comercio del marfil a partir de 2021. China ya lo hizo en 2017.