Hablemos de los impactos del ocio sobre el medio natural
Carles Castell aprovecha la estela de su último post sobre la moda de hacer pilas de piedras en los espacios naturales para entrar más a fondo en los impactos que genera nuestro ocio en el medio natural. Una problemática que se ha incrementado exponencialmente los últimos meses, después del desconfinament, ya que se ha producido un uso muy intenso de los espacios naturales, sobre todo los más cercanos a las áreas urbanas.
Aprovechando el verano, el último artículo de esta sección (Tardes de Futbolín) trató de manera puntual y fresca la problemática de nuestros impactos negativos sobre el medio natural, describiendo y analizando la moda de apilar piedras y sus efectos sobre los hábitats costeros y de alta montaña. Por un cúmulo de circunstancias, el artículo tuvo bastante eco en las redes sociales y los medios de comunicación, y generó un debate interesante con posiciones contrastadas. Algunas personas opinaban que no era para tanto mientras que otras eran encarnizadas defensoras de tumbar las pilas que encontraban (siempre que no fueran un hito en un camino) y se mostraban satisfechas de contar con argumentos científicos que apoyaran su aversión a esta moda absurda.
En todo caso, más allá de este caso concreto, y si se quiere hasta cierto punto anecdótico, quizás vale la pena aprovechar la estela que se ha generado y entrar más a fondo en los impactos que genera nuestro ocio en el medio natural. En primer lugar, porque es una problemática que se ha incrementado exponencialmente los últimos meses, después del desconfinamiento, ya que se ha producido un uso muy intenso de los espacios naturales, sobre todo de los más cercanos a las áreas urbanas. Al mismo tiempo, se ha producido un cambio de patrón en las vacaciones de verano, con un aumento notable del turismo de proximidad, especialmente en las áreas de montaña.
Seguro que todo el mundo recuerda, por ejemplo, la cola de personas esperando para hacerse la foto en la cima de la Pica d’Estats. Los datos de afluencia de este verano (link a la noticia ) muestran cómo se han disparado las visitas a los espacios y parques naturales de Cataluña. Según datos de la Generalitat, espacios protegidos como Poblet, els Ports, el delta de l’Ebre, el Cadí-Moixeró, el Cap de Creus o las Capçaleres del Ter y del Freser habían doblado el número habitual de visitantes. En paralelo se ha producido un notable incremento de los comportamientos incívicos, como el baño en lagos y zonas muy sensibles, que pone en riesgo las poblaciones de anfibios, la circulación motorizada fuera de pistas o la pernoctación no permitida, que ha provocado, entre otros impactos, un estado de alarma por el elevado número de incidentes en relación con los incendios forestales. Asimismo, estos últimos días, con la llegada de la temporada de setas, se han producido aglomeraciones más intensas de las habituales, sobre todo en determinados espacios emblemáticos, con los consiguientes conflictos que generan los vehículos y la masificación en los bosques.
En segundo lugar, buena parte de las personas que realizan actividades en el medio natural no tienen ninguna conciencia de que esto pueda ocasionar un impacto negativo sobre el entorno. El reciente estudio sobre los visitantes del parque natural de Collserola, llevado a cabo por el Instituto Nacional de Educación Física de Cataluña, indica, a partir de las encuestas realizadas, que tan sólo un 16% en visitantes piensa que su actividad tiene un impacto sobre el medio natural. Es decir, ocho de cada diez personas no tienen ninguna conciencia de que las actividades que realizan puedan tener ningún efecto negativo sobre el entorno. Podemos pensar, con razón, que hay usos muy suaves y tranquilos, como pasear o correr, que no conllevan un impacto sensible. Sin embargo, el impacto se incrementa si el paseo o el deporte se realiza en bicicleta, o a caballo, por sus características físicas sobre el suelo. Por este motivo, el efecto cualquiera de estas actividades varía mucho en función de si se realizan sobre caminos o pistas preparadas a tal efecto (con poca pendiente, a menudo pavimentadas para reducir la erosión, diseñadas en lugares con hábitats y especies poco vulnerables, etc.) o bien por senderos o campo a través, especialmente en áreas de gran interés natural.
En todo caso, al igual que no existe el riesgo cero, tampoco existe el impacto cero. Puede que éste sea casi imperceptible, pero ahí está. Si se trata de un espacio remoto, con una presencia esporádica de visitantes, el impacto puede no tener más importancia. El problema aparece cuando nos encontramos en espacios naturales periurbanos con una muy alta presión para el ocio y el deporte. El mismo estudio que mencionábamos estima que el número anual de visitas al Parque Natural de Collserola es de cinco millones de personas! Esto es muchísimo, una de las afluencias más elevadas a un espacio protegido de Europa y del mundo. Por ello la suma de los impactos de cinco millones de visitas —ruido, erosión, molestias a la fauna, etc.—, por pequeño que sea, no es nada despreciable, sino todo lo contrario.
Además, constituye una presión añadida a la que ya soportan los espacios periurbanos por su proximidad a las grandes ciudades, como la fragmentación, el aislamiento, las transformaciones urbanísticas o la contaminación. Y todo esto sin entrar en la problemática de los comportamientos incompatibles con la conservación, prohibidos en las normativas de los espacios protegidos, como la circulación en vehículo a motor por caminos no permitidos, tirar basura, llevar animales de compañía sin atar, liberar especies exóticas o tantas otras que conllevan daños a los hábitats y las especies más vulnerables, así como problemas en el desarrollo de las actividades agrarias. Unos comportamientos que, desgraciadamente, son todavía bastante habituales.
Ante el conflicto, como suele suceder, se alzan voces con posiciones diametralmente opuestas, desde las que piden la reducción drástica, e incluso la prohibición de las actividades de ocio y deporte en determinados espacios, hasta las que, en nombre de la libertad personal, se oponen a cualquier tipo de regulación. Como siempre, la solución no suele estar en los extremos. La prohibición del uso público es una medida de protección máxima que ya existe en determinadas reservas naturales y espacios muy sensibles, por lo menos en algunas épocas del año (de nidificación, por ejemplo). Sin embargo, esta solución no resulta viable ni deseable como norma general. De hecho, sería justamente al revés: cada vez se tienen más evidencias científicas de los beneficios que conlleva el contacto con la naturaleza para la salud y el bienestar de las personas. El hecho de que más de la mitad de la población viva en áreas urbanas (una proporción que se prevé se incremente hasta el 70% en pocos años) conlleva unos hábitos poco saludables, como el sedentarismo, la exposición a un entorno nocivo (ruido, contaminación) y una desconexión de la naturaleza. Numerosos estudios médicos demuestran como un paseo diario de media hora en un entorno natural mejora el estado general de salud física y mental, y reduce notablemente el riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares, diabetes, fracturas, depresión, demencias e incluso determinados tipos de cánceres.
Soy consciente de que puede parecer una contradicción proponer el impulso de las visitas a los espacios naturales por parte de personas que ahora no son usuarias, cuando estamos poniendo de manifiesto la presión que ya existe actualmente y los impactos negativos que genera para la conservación.
En este contexto, las personas que, por dificultades diversas o estilo de vida, tienen un menor contacto con la naturaleza son las que más se beneficiarían de los efectos positivos de visitar los espacios naturales. Por lo tanto, lejos de restringir de forma generalizada el acceso de las personas al medio natural, hay que garantizar este derecho que conlleva unos beneficios individuales y sociales a los que no queremos ni podemos renunciar. Esto significa trabajar con los colectivos que, por motivo de disfunción, enfermedad, movilidad o impedimentos sociales y económicos, ahora mismo no tiene una accesibilidad regular a la naturaleza, con el fin de revertir esta situación de exclusión.
Soy consciente de que puede parecer una contradicción proponer el impulso de las visitas a los espacios naturales por parte de personas que ahora no son usuarias, cuando estamos poniendo de manifiesto la presión que ya existe actualmente y los impactos negativos que genera para la conservación. Pienso que la clave es reducir los usos más intensos, agresivos e inapropiados en el medio natural y favorecer, por el contrario, las actividades más suaves que no generan casi impacto, como son las que hemos mencionado, dirigidas a mejorar la salud y el bienestar de las personas, y basadas en los paseos tranquilos y la conexión con la naturaleza. Estoy convencido de que si la ciudadanía hace suyos los espacios naturales en este contexto, resultará mucho más fácil ir erradicando progresivamente las actividades y comportamientos incompatibles con la conservación de la naturaleza y el desarrollo de los usos agrarios del territorio.
En cualquier caso, lo que es evidente es que en la situación actual resultan necesarias y urgentes unas regulaciones equilibradas pero contundentes, de acuerdo con el riguroso conocimiento de cada lugar y su adecuada planificación y gestión. El concepto de capacidad de acogida de un espacio hace referencia al número de visitantes que puede recibir sin poner en riesgo los valores que se quieren conservar. La capacidad de acogida depende lógicamente de la fragilidad de cada espacio, en función de los elementos geológicos, los hábitats, las especies, el paisaje y las actividades agrarias que se desarrollan. Igualmente, dentro de un espacio existen áreas especialmente diseñadas y gestionadas para recibir un elevado número de personas y otros en que el objetivo debería ser que hubiera la mínima presencia humana para garantizar su conservación a largo plazo. Asimismo, hay que tener en cuenta que la capacidad de acogida tiene unos componentes más objetivos, tales como cuántas personas pueden pasar diariamente por un itinerario sin que la erosión que provocan sea excesiva, y otros más subjetivos, como el hecho de que la masificación de determinados lugares hace que la visita no sea agradable, aunque quizás el elevado número de personas no suponga un impacto negativo severo sobre el medio natural. No es lo mismo contemplar en soledad la majestuosidad de un paisaje desde un mirador habilitado a tal efecto, que hacerlo rodeado de multitud de personas. En este mismo sentido, buena parte de los conflictos ocasionados por los visitantes se producen entre colectivos que llevan a cabo usos distintos, y a veces incompatibles, del espacio. Varios estudios, como el que mencionábamos llevado a cabo en Collserola, ponen de manifiesto los conflictos que surgen entre senderistas y ciclistas, o entre corredores y cazadores, por poner sólo algunos ejemplos.
Por otra parte, en muchos espacios la capacidad de acogida viene determinada en primer lugar por aspectos estructurales y de gestión, como los accesos en vehículo privado o las plazas de aparcamiento, cuya superación provoca un importante problemática, como se está viendo estos días.
El concepto de capacidad de acogida de un espacio hace referencia al número de visitantes que puede recibir sin poner en riesgo los valores que se quieren conservar.
En resumen, nos encontramos ante un hecho innegable, como es que la elevada frecuentación de nuestros espacios naturales, especialmente de los más cercanos a las grandes ciudades, conlleva unos impactos negativos sobre los elementos del patrimonio natural que estamos obligados a conservar, ocasiona molestias a las personas que viven y desarrollan actividades agrarias, y provoca conflictos entre las diferentes tipologías de usuarios. Además, el actual contexto social y económico hace prever que el uso de estos espacios continuará creciendo y resultaría deseable que se extendiera a colectivos que están totalmente desconectados y que se beneficiarían notablemente del contacto en la naturaleza en términos de salud y bienestar. Parece, pues, que el conflicto irá a más, a no ser que el acceso y los usos a los espacios naturales se planifiquen y gestionen de manera adecuada. El reto está servido.
Sin querer caer en la prepotencia y la pedantería de pensar que una problemática tan compleja e intensa se puede resolver con cuatro comentarios de café, cuando hay tantas personas expertas trabajando desde hace muchos años, no quisiera terminar sin ofrecer algunas reflexiones, aunque sólo sea para no dejar el mal sabor de boca de pensar que no hay nada que hacer. De manera muy concisa, presentaré algunas líneas de trabajo, muchas de las cuales ya se están desarrollando, agrupadas en tres grandes bloques, correspondientes a diferentes escalas espaciales y plazos temporales.
A corto plazo y a pequeña escala
A corto plazo y a la escala de pequeño proyecto sobre el territorio, resulta evidente que hace falta un plan de choque para detener y revertir los progresos de degradación debido a los impactos más intensos, y restaurar las áreas más afectadas por la sobrefrecuentación de los espacios naturales. Las personas que trabajan para la conservación de estos espacios saben perfectamente cuáles son los lugares prioritarios de actuación, muchos de los cuales ya cuentan con un cierto grado de protección, con una normativa y unas acciones que a menudo van en las líneas indicadas. Pero a veces no se llegan a ejecutar con la celeridad y la intensidad necesarias, a menudo por la falta de los recursos necesarios. Estamos hablando de lugares con una elevada presión de visitantes donde es necesaria una gestión más intensa para evitar los impactos más negativos: aparcamientos, señalización, itinerarios preparados para absorber el grueso de visitantes, actividades específicas para determinados colectivos, programas de información y comunicación, campañas de vigilancia, sobre todo en los momentos de mayor afluencia, etc. Sabemos cómo hacerlo y hemos podido comprobar que, cuando se ha hecho bien, ha funcionado. Tenemos ejemplos muy exitosos. Habría que consolidarlo y extenderlo allí donde sea necesario.
Y en picos de máxima afluencia como la actual, el operativo que las administraciones gestoras de algunos parques naturales han puesto en marcha para cerrar los accesos en vehículo privado una vez se hayan llenado los aparcamientos existentes es una buena muestra de acciones de choque que se deben de tomar ante situaciones extraordinarias.
A medio plazo y a una escala mayor
En segundo lugar, a medio plazo y a una escala mayor, de comunidad, —de pequeño municipio o de barrio, en el caso de una ciudad—, habría que identificar, planificar y gestionar los espacios que soportan el ocio más intenso, con una implicación intensa de las personas que viven en ella. Se debe decidir conjuntamente, con la participación del sector público, privado, tercer sector ambiental y social, técnicos y científicos, la mejor distribución de las actividades en cada espacio. Hay que desconcentrar y diversificar, de manera que no todo suceda en un mismo lugar. Un modelo de ocio totalmente concentrado no funcionará adecuadamente, ni desde el punto de vista de la conservación, ni del disfrute y bienestar de la ciudadanía. Como tampoco lo hará la dispersión absoluta producto de una falta de planificación.
Tenim nombrosos exemples extrapolables a casa nostra, que tenen per objectiu reconnectar les persones amb la natura, vincular-les a la conservació en sentit ampli, millorant al mateix temps la seva salut i benestar.
Por tanto, habría que analizar, por un lado, los activos territoriales con los que se cuenta, en función de cada tipología de espacio y del papel que puede jugar —espacio verde (o azul) urbano, itinerarios saludables, espacios de juego, espacios agrarios, espacios naturales periurbanos, conectores ecológicos, espacios degradados por restaurar, etc.—. Por otro, se deben identificar los actores clave a esta escala: administraciones públicas, asociaciones de vecinos, entidades, empresas, escuelas, etc. Del cruce de los activos y los actores aparecerán a buen seguro propuestas ejecutables con relativa facilidad gracias a la implicación de la ciudadanía. Estos proyectos son ideales para programas de voluntariado, de concienciación y participación de las personas, para que se apoderen de estos espacios y garanticen la viabilidad de los programas a largo plazo. Tenemos numerosos ejemplos extrapolables a nuestra tierra, que tienen por objetivo reconectar las personas con la naturaleza, vincularlas a la conservación en sentido amplio, mejorando al mismo tiempo su salud y bienestar. Sólo a modo de ejemplo, el programa "Cinco caminos hacia el bienestar", desarrollado por primera vez en Inglaterra o la "Campaña 3030" para moverse rodeado de naturaleza, puesta en marcha en la región de Flandes.
A escala macroterritorial y a largo plazo
Por último, a una escala macroterritorial y con una perspectiva temporal a largo plazo, creo que habría que reenfocar determinadas políticas clave para alcanzar el necesario cambio de modelo. Lógicamente, hay muchas decisiones sectoriales con un notable impacto, por ejemplo en el ámbito de la salud pública. En esta materia tenemos ejemplos suficientemente desarrollados y exitosos, como el caso de Escocia, donde los espacios naturales son considerados parte activa del sistema nacional de salud pública, con un programa global conjunto de los departamentos responsables de salud y de patrimonio natural.
Pero aquí me centraré en otras dos líneas que considero muy relevantes. La primera es la planificación territorial. Del mismo modo que a escala de detalle hay que hacer un ejercicio de asignación de usos de ocio a las diversas piezas de espacios libres, la planificación global del territorio debería garantizar un reequilibrio que permitiera a la ciudadanía disponer de espacios naturales de proximidad sin tener que concentrar la presión sobre unos pocos lugares. Esto está directamente relacionado con los conceptos de servicios culturales de los ecosistemas (igual que podríamos aplicarlo a los servicios de aprovisionamiento y regulación, como la producción de alimentos de proximidad o la reducción de los riesgos ambientales) y de infraestructura verde. Es decir, que el conjunto del territorio, y no sólo determinados espacios con una determinada protección o vocación, se planifique teniendo en cuenta tanto su conservación como la salud y el bienestar de las personas. Un trabajo publicado recientemente, fruto de la colaboración entre el CREAF, el ICTA y la Diputación de Barcelona, presenta un proyecto pionero en la identificación, cartografía y evaluación de los servicios de los ecosistemas, y su aplicación a la planificación del territorio . En este mismo sentido, la Estrategia de Biodiversidad 2030 que ha aprobado recientemente la Comisión Europea apuesta decididamente por la infraestructura verde, poniendo la conservación, y sus beneficios para las personas, en el centro de las políticas comunitarias, así como la restauración los espacios degradados.
Conocer para querer, querer para proteger
La segunda línea está enfocada a la necesidad de reconectar las personas con la naturaleza, física, mental y emocionalmente. Y para amar, es necesario, ante todo, conocer. La desconexión ha provocado lo que se denomina analfabetismo natural, es decir, el desconocimiento del funcionamiento de los sistemas naturales y del comportamiento que debemos mostrar en estos lugares. Esto hace que, por ignorancia, nuestro impacto sea mucho más elevado de lo que debería de ser. Por ello, este alejamiento del entorno natural por parte de un elevado porcentaje de personas hace necesario un ambicioso programa en el ámbito de la educación. En todas sus etapas, tanto en las enseñanzas regladas como no regladas.
Resulta imprescindible incluir un mínimo conocimiento sobre nuestro entorno, sus valores, sus fragilidades, nuestra total dependencia de la naturaleza y la forma en que la estamos degradando. Transmitir conceptos como el de salud global, que nos muestra como la salud de las personas está totalmente vinculada a la salud de nuestros sistemas naturales y del conjunto del planeta. Hace falta una concienciación absoluta por parte de todo el mundo para encarar los retos que tenemos y que tendremos. La pandemia es sólo el aperitivo del plato fuerte que nos viene con el cambio climático, y otros componentes del cambio global, que ponen en muy serio riesgo nuestra forma de vida tal y como la conocemos. Pero también puede ser el punto de partida para afrontar los cambios radicales necesarios para frenar y revertir las problemáticas ambientales mientras aún estemos a tiempo.
En todas sus etapas, tanto en las enseñanzas regladas como no regladas. Resulta imprescindible incluir un mínimo conocimiento sobre nuestro entorno, sus valores, sus fragilidades, nuestra total dependencia de la naturaleza y la forma en que la estamos degradando.
Sería difícil de entender que, en la era de la información, nuestro sistema colapse por una falta de conocimiento. ¿Y qué mejor forma de empezar que a través de los espacios que tenemos más cerca? Estoy convencido de que la mejor manera de sensibilizar sobre los grandes problemas ambientales es a través del vínculo con los espacios que nos rodean, humildes y familiares, pero de los que depende en buena parte nuestra calidad de vida. ¿Nos ponemos a ello?